Vence un nuevo pacto social

Mundo · Giovanna Parravicini
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26 septiembre 2016
“El resultado electoral constituye una vez más una reacción de nuestros ciudadanos ante las presiones que llegan desde fuera de Rusia, con amenazas, sanciones, intentos de desestabilizar la situación de nuestro país desde dentro”. Son palabras de Vladimir Putin la semana pasada, tras conocer los resultados definitivos de las elecciones y que ofrecen una clave de lectura de lo sucedido en Rusia durante la jornada electoral del 18 de septiembre.

“El resultado electoral constituye una vez más una reacción de nuestros ciudadanos ante las presiones que llegan desde fuera de Rusia, con amenazas, sanciones, intentos de desestabilizar la situación de nuestro país desde dentro”. Son palabras de Vladimir Putin la semana pasada, tras conocer los resultados definitivos de las elecciones y que ofrecen una clave de lectura de lo sucedido en Rusia durante la jornada electoral del 18 de septiembre.

Los resultados son buenos y malos para el gobierno actual, pues sale vencedor pero al mismo tiempo derrotado en varios aspectos. Vencedor porque Rusia Unida ha obtenido 343 escaños y la mayoría absoluta de la Duma. El nuevo parlamento conserva los mismos cuatro partidos que la legislatura anterior; además del partido en el gobierno, los comunistas tendrán 42 escaños, los demócratas liberales (LDPR, el partido de Zhirinovski) 39, y Rusia Justa 23. Por comparar con el año 2011 y la Duma saliente, el partido de Putin obtuvo entonces 238 escaños, los comunistas 92, LDPR 64 y RJ 56.

Hace cinco años, en diciembre de 2011, unas elecciones que parecían obvias, después de una serie de fraudes electorales de dimensiones realmente excesivas incluso para Rusia, dieron lugar a una gran oleada de protestas y desacuerdos que solo se aplacaron con el paso de los años. Ahora, para evitar posibles problemas de este tipo, el gobierno de Medvedev ha hecho todo lo posible por dar legitimidad a la votación. En 2015 cambió la ley electoral, introduciendo un sistema mixto (proporcional y mayoritario), redujo el umbral del siete al cinco por ciento para permitir una mínima participación, permitiendo entrar incluso, por primera vez a nivel federal, al partido disidente Parnas, fundado por el ex vice primer ministro Boris Nemcov, asesinado en Moscú. También admitió la participación de 18 candidatos apoyados por el oligarca “enemigo” Chodorkovski. Al frente de la Comisión electoral se situó a Ella Pamfilova, respetada presidenta de Transparency International-Rusia», donde sustituye a Curov, que en 2011 fue el primer objetivo de las protestas contra el fraude. Ahora se dice que el fraude no habría sido tanto. Pamfilova, que la víspera de la votación prometió su dimisión en caso de “fiasco”, ha determinado que las elecciones pueden considerarse “legítimas” si bien no “inmaculadas”. Además, el informe de la OSCE tampoco ha sido negativo en términos generales.

Hasta aquí la victoria. ¿Y la derrota? Sin duda se sitúa en la caída de la afluencia a las urnas: 47,8%, la tasa más baja de toda la historia de Rusia. Aunque ya lo veía venir el centro estadístico Levada, que unos días antes reveló una flexión de los apoyos a la mayoría y sobre todo una caída en el interés por la convocatoria electoral, por lo que inmediatamente fue acusado de ser un “agente extranjero”.

Es difícil hacer cuadrar los apoyos masivos a un gobierno con tales tasas de abstención. A menos que se consideren estas elecciones como el punto de llegada de un proceso a lo largo del cual se ha creado un sistema de poder donde “el parlamento no importa nada”, según una interesante lectura ofrecida hace unos días por Valerij Solovej en el periódico Postimees. En estas elecciones, las primeras desde que estallara el conflicto en Ucrania, después de la anexión de Crimea, las sanciones occidentales contra Rusia, la campaña en Siria, las primeras celebradas en un régimen de recesión económica, según Solovej se habría alcanzado un nuevo “pacto social”, que ya se instauró hace unos años entre las autoridades y los ciudadanos, donde las promesas de bienestar y prosperidad que habían marcado la primera década de este siglo, con el avance de la crisis han sido sustituidas progresivamente por otros objetivos. Apuntando a una “Rusia fuerte y grande”, que solo puede contar consigo misma para defenderse de los enemigos que la rodean.

Muchos han sido estos días los que señalan que la involución política y el abstencionismo en Rusia no son fenómenos de los que se pueda culpar a Putin. Como observa Andrei Desnicki, “es cierto, la sociedad rusa se ha cansado de la democracia. Pero, por otro lado, nunca se ha matado por conquistarla, la ha recibido desde lo alto”, a diferencia de los demás países del este europeo, para los cuales “la caída del comunismo y de la URSS fueron una victoria histórica”, afirma a su vez Solovej.

Esta diferencia explica, según el observador, que la intolerancia que se percibe en Rusia, a diferencia de otros países del este europeo, respecto a pagar un precio alto por la transición del comunismo hacia una nueva actitud (“¿Para qué queremos “democracia” y “libertad” si ahora vivimos peor, indefensos y humillados como nación?”), y el papel histórico de Putin, que a esta pregunta ha sabido ofrecer una respuesta que a la mayoría le ha funcionado: no os inmiscuyáis en la política, renunciad a la libertad y a cambio tendréis estabilidad política y bienestar económico. Así nació el “pacto social” en el que se apoyó durante años la estabilidad de la Rusia de Putin. “Nadie ha robado a los rusos la democracia, son ellos los que la ceden a cambio de bienestar”.

Con la llegada de la crisis económica, el poder propuso un nuevo pacto social: ascetismo y privaciones a cambio del estatus de “gran Rusia, rodeada por un entorno hostil”. Al pacto social de naturaleza económica se añade uno “patriótico”. Sobre la eficacia de la nueva ideología propuesta, ya tenemos un indicio de su precariedad en el contraste entre el apoyo al partido en el gobierno y el desinterés/indiferencia/desencanto que motiva el enorme y creciente absentismo electoral. La pregunta, naturalmente, vuelve a la sociedad, y especialmente a la Iglesia, a su capacidad para encontrar en sí misma energías morales capaces de proponer ideales positivos, centrados en el encuentro, la cooperación, la confianza, la responsabilidad, ante una situación donde parece que solo la figura del “enemigo” puede actuar como elemento de cohesión social. Como dice Andrei Desnicki, “el único sentido de lo que está pasando es que una pequeña parte de la sociedad empiece a luchar realmente por la libertad, la democracia, de tal modo que en el futuro no se pueda renunciar a ello tan fácilmente”.

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