Una presidenta (Ayuso) en Nueva York

España · Ángel Satué
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14 octubre 2021
Isabel Díaz Ayuso estuvo recientemente una semana fuera de España, en los Estados Unidos de América, buscando inversiones para la región madrileña, que preside.

España no es un estado federal, a diferencia de EE.UU., pero lo cierto es que casi, y cada vez es más frecuente ver a sus autoridades de un lado a otro del globo, aunque tal vez no lleguen a conocer todos los pueblos de su región.

Un presidente autonómico en EE.UU. debe de ser visto como un pequeño hotelito (hoy, chalé) de esas viejas colonias de trabajadores de los años 20 y 30 del pasado siglo, junto a un enorme rascacielos, de esos de Nueva York, Astana, Shanghái o Dubái. A escala, también, debe de ser parecido a un alcalde de alguna ciudad poblada de sueños de prosperidad, de India, Malasia, Indonesia o India. Y si, además, lo tenemos de viaje buscando inversiones, debe ser visto como parte del ecosistema natural del lugar. El imperio sigue siendo el imperio.

Lamentablemente, en la España autonómica, se ha logrado que la presunción sea de culpabilidad, en todos los órdenes de la vida, pero mucho más en todo lo que atañe a un político. En este caso, política de casta. Somos presuntos desde el nacimiento hasta la tumba, pasando por el teletrabajo un viernes, hasta cuando uno cede el paso a una señora, cursi de él. Ir a EE.UU., por tanto, es sospechoso, aunque no se sepa muy bien de qué. De qué se trata que me opongo, que dice la oposición, declinándose a sí misma.

Nuestro estado, que sin duda es de una clase única en el mundo, se caracteriza por albergar y permitir un tipo de orden caótico, más que por el caos ordenado. Un orden que nace y muere y se entiende, solo, desde el explosivo genio hispano. El mismo que llevó a «Isabel III» a la costa este yankee, al oeste de nuestro Finisterre, porque a América se va a hacer las Américas, y Asturias es España, y lo demás, tierra de conquista, menos Madrid, que también es España. Y si no, pues no se va, y se queda uno de cañas en Chamberí. A América, pues, se va a rematar la Conquista, y a allanar el camino de nuestros compatriotas en Manhattan, Brooklyn o los Hamptons o, si me apuran, en Alaska, donde hay un Córdova y un Valdez.

Y dónde llego a parar. Muy sencillo. A una de esas fotografías que orientan y dan vida a una política de gobierno. Que, además, solo se explica cuando nuestros compatriotas son todos los que, desde Valdez a Tierra de Fuego, hablan, sienten y piensan en español.

La foto fue tomada en la sala Sorolla, de la Hispanic Society, de Nueva York. Es una de esas imágenes que toma vida propia. Es la luz, la tensión de los rostros, el blanco iluminado del traje de chaqueta de Ayuso y la forma de sentarse sobre las sillas de los asistentes, que más bien parecen estar montando sobre ellas que reposando sus posaderas. Es la botella de agua en el suelo (!) y una mochila negra a sus pies.

Presidiendo, no la presidenta, ni siquiera el jefe de opinión del Wall Street Journal (WSJ). No. Lo hace una escena costumbrista de una España cañí que no es, que sí fue, y que dejó de ser gracias a escenas como la fotografiada, en viajes como el de Ayuso. Una escena del siglo XXI, donde varios hombres, varios de ellos norteamericanos, uno de color, escuchan a una mujer, que es líder de una de las regiones más pujantes de la Unión Europea.

El mundo en que vivimos –peligrosamente– se puede ver también, confiados, como españoles, a través de la savia del lenguaje, que son las palabras, perlas de alma hispana disipadas en el ambiente, ahogadas por el chillido del águila, el aullido de un lobo o las voces de los toros en la plaza, bajo el mugido de la grada. Las palabras ahí, en la sala Sorolla, serían en inglés, pero salían pensadas en perfecto castellano, de boca de la presidenta. La conoceremos nosotros, los de Madriz. Con Z.

El Estado ya no estaba en la sala. Apenas está ahora, destartalado, como unos enseres viejos. Desvencijado, como una recia puerta, de madera soriana. Desquiciado, desde luego, como los españoles que lo habitan. Pero estaba el pueblo, y con él, la lengua española. La de todos los compatriotas del mundo hispano.

Posar la mirada en la escena es hacerlo en la «Libertad guiando al pueblo», de Delacroix, o en esa reciente foto de Merkel, rodeada de otros dignatarios hombres del G-7, con un Trump sentado, y además, callado, pensativo, eclipsado. Otra foto que hace vibrar, que resume una personalidad, una época.

A poco que uno tenga afición a esto de lo que venimos llamando España, que hunde sus raíces vaya usted a saber si cuando Décimo Junio Bruto, cónsul de Roma, fundó Valencia en el 138 a.C., pensaremos que hizo bien Ayuso en estar ahí.

En un estado como el nuestro, bastante multinivel y muy destartalado, hacer diplomacia económica, con lealtad, debería de ser lo normal.

La presidenta es la representante del estado en su territorio, no en el exterior, pero Madrid es España, como dice la presidenta, y de Madrid al cielo, que diría la castiza de Chamberí. A estas alturas, con Ayuso regresada de la gesta americana, y de la gesta valenciana de su partido político, fue, vio y venció. ¿Por qué? Porque la escuchó el jefe de opinión, del diario económico y financiero más prestigioso del mundo. Y, ¿por qué la escuchó? Porque Ayuso, cuando habla en inglés, piensa en español, y ese es un idioma universal, el único que crece con el inglés, y porque lo hablan más de 500 millones de personas.

Ayuso hizo por el español, y su reconocimiento global, reuniéndose con el WSJ, lo que había que hacer en un mundo interconectado, dependiente de la última noticia, de las redes sociales y de los medios de comunicación. Hay políticos que se rigen por un sentido de misión, otros, del deber. Ayuso, como decía la revista TIME de Reagan hace 50 años, parece más de los segundos. Estaba ahí, y había que hacer eso. Y fueron a verla. Es el español, querido lector.

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