Una pala de fango
De la trágica gota fría de Valencia de noviembre de 2024, se han vertido ríos y ríos de tinta y mala leche. Por eso, al cabo de unas semanas de la catástrofe natural, es buen momento para posar la mirada en lo más conmovedor que ha pasado en España desde el COVID, en 2020, y desde la movilización general en apoyo al pueblo ucraniano, en 2022: la ola de solidaridad que ha seguido a la riada.
A estas alturas, todos conocemos en mayor o en menor medida alguien que ha ayudado. Puede ser un hermano, un compañero de trabajo, un vecino, el repartidor, cualquiera. Los españoles han podido acercarse a Valencia a ayudar, y en estos momentos, es cuando nos damos cuenta no de lo que cuestan las cosas, que también, sino de lo que valen, y de lo que vale una vida humana.
Esta es la historia de muchos que se encarnan en Cristina, una madrileña que se conmovió con la tragedia, que cerró su negocio de un día para otro, para, junto con su marido, Borja, como ya hizo durante la pandemia repartiendo comida con un grupo de vecinos de La Moraleja (Alcobendas), bajar a Valencia. Allí ha volcado toda su experiencia acumulada en meses de pandemia y ha querido compartir su vida con otros. Igual que sucede con Javier, un profesor de karate, que fundó con unos amigos hace años en la Elipa (Madrid) una ONG (Mi Acción) de ayuda para el barrio, y que se volvió a movilizar yendo a Catarroja, llevando la ayuda que le pidieron desde el Centro de Emergencias.
Cristina , Borja y Javier, son una misma historia que se cruza en Valencia, que responde a lo mismo: la cuestión social, como antropología, que se erige en nuestro horizonte como lo importante y lo urgente.
Una cuestión social que, por unas breves horas, días, hasta la politización de ardillas, partidos y periodistas, consiguió una unidad fraterna que destruyó muros, prejuicios e identidades, porque solo quedaba la naturaleza humana, herida, destrozada, mutilada, y sin embargo, esperanzada aun en muchos, dependiendo del camino de cada uno, como diría Julián Carrón, al borde de las preguntas que rigen el Universo. ¿Por qué ese niño? ¿Por qué no yo?
La tragedia natural tiene mil vertientes, desde la climática, hasta la política, pasando por la gestión de las emergencias, y la legal-constitucional. No me interesa. Me da igual si Mazón pasa a ser Comisario Europeo (¿pasaría el examen?), o Ribera, presidenta de la Generalitat (¿la votarían?). Es aburrido. Es obsceno. Y de estos polvos (lodos en la vida real), vendrán unos nuevos lodos que van a arrasar la manera de entender a la clase dirigente.
En estas letras no se buscan culpables, ni análisis de los burdos manejos de control social y poblacional, que hemos padecido en las redes. Interesa la verdad. La verdad del que lo ha perdido todo. La verdad del que agradece todo, desde un paquete de compresas hasta una karcher, como nos contaba Cristina. La verdad de lo que más repite la gente: el miedo a no saber qué está pasando, el miedo a la muerte, la sensación de abandono.
Interesa una cosa que la Revista Huellas nos contaba allá por el verano de 2023, tras las inundaciones en Italia: lo que se salva del fango.
Y lo que se salva es mucho más de lo que se pierde, salvo las irremplazables vidas de nuestros vecinos.
Se salva la Humanidad entera cuando a altas horas de la noche Cristina prepara un convoy de seis coches y furgonetas cargados de ayuda, hasta de aparatos electrónicos. Se salva la humanidad cuando se deja de ver a los hijos cuando Borja y Cristina salen a recorrer más de 300 km no para comerse una paella, sino para escuchar mucho, abrazarse a otros, repartir productos de primera necesidad,… Nos salvamos del fango cuando Javier se vuelve a Madrid, ya de noche, tras pasar el día ayudando en Valencia, descargando paquetes, obedeciendo a quienes organizaban, tímidamente, aquello.
“Anka, hemos llorado juntos, en un abrazo”, me decía. Y me acordé como Alice, de Lugo (Italia), en Huellas, decía lo mismo, “lo único que podíamos hacer era compartir su dolor”.
Aquí, lo entendí todo. No estuve ahí, me lo han contado familiares, amigos y entrevistados, pero ese llorar juntos es una tristeza del alma. Es el llorar del dios de la lluvia mexica Tláloc, aquel que se encontró con Cortés y sus hombres, que le presentaron a Zeus y a Cristo.
Cuando una vecina le dice a Cristina, “Nos habéis salvado”, y otros le cuentan que las iglesias están llenas de la ayuda de toda España, pero que los malos las acechan para asaltarlas y llevarse esa ayuda, la crisis humana cobra nuevas dimensiones.
“Vosotros, los voluntarios, sois los héroes, no nosotros, los de la UME, que es nuestro trabajo”, le decían los militares, en calles donde apenas se podía uno mover en coche, por culpa de los 200.000 coches colapsando las vías.
Ver a militares y policías de paisano, jugándose un arresto, por la tardanza de las órdenes desde arriba, marcarán a muchos soldados y oficiales, traicionados por la superioridad. No supieron traicionar al pueblo por el que han jurado morir.
Cristina me ha contado, y ha vivido, historias de rescatados, con 1,80 m de agua cubriendo ya los techos de los coches; de velatorios eternos de tres días, de familiares que han de ser llevados a maleteros de un coche. Valencia, zona de guerra, les decía a Cristina y a Borja un militar que solo tenía un término de comparación para describir todo aquello: Kosovo.
¿Hay alguna luz en todo esto? Los ayudados no tienen duda. Los que ayudaron, se sienten al mismo tiempo ayudados. Su vida cobra un sentido nuevo, y espero que lo sepan llevar a la vida cotidiana de sus quehaceres ordinarios, en su vocación. Es la esperanza la que permite vivir y respirar, y continuar, no solo sobrevivir.
Pero es dramático pensar en que pueda haber una ola de depresiones, otras enfermedades mentales, de sobre medicación, en breve. Ahí ya no habrá voluntarios, o tal vez sí, porque como me dijo Cristina, no pueden no volver. Acaso sea esto una vertiente de la cultura del encuentro y, también, de la cultura vocacional a la que se refería recientemente Luis Javier Argüello, Arzobispo de Valladolid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española.
Me quedo con los mensajes de “guasap” que les han mandado a Cristina y a Javier muchos de los necesitados. Mujeres dando gracias por llevarles tintes para el pelo (¡tintes!), o policías locales, “super agradecidos de que la gente se una de esta forma, subiendo y bajando (en este caso) desde Madrid”.
Algunos, podrán decir, que estuvieron ahí. Desde Páginas Digital hemos tratado de contar tan solo… una pala de fango.
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