Un milagro como tú

Sociedad · Luis Ruíz del Árbol
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18 junio 2024
El cristianismo no es deducible de la naturaleza o de la historia de ninguna de las maneras. El acontecimiento cristiano es una disrupción radical en el tiempo, totalmente gratuita e imprevisible, y por eso su acceso no está reservado a quienes poseen determinados conocimientos previos.

«No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico (…) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!», relataba a un amigo suyo el poeta y dramaturgo francés Paul Claudel (1868-1953). “Todos mis compañeros se han liberado del cristianismo como yo. Los trece o catorce siglos de cristianismo implantados entre mis antepasados, los once o doce años de enseñanza y a veces de educación católica sincera y fielmente recibida han pasado sobre mí sin dejar rastro”, escribía a sus diecisiete años de edad el autor, también francés, Charles Peguy (1873-1914).

Paul Claudel y Charles Peguy, de orígenes, ambientes y temperamentos tan distintos entre sí, tenían no obstante algo en común: su inesperada e inaudita conversión al catolicismo, y un gran amor a la Iglesia. Claudel provenía de una familia de clase media de muy alto nivel intelectual, atea y liberal; Peguy, por su parte, nació en una familia humilde, desde muy joven se incorporó al movimiento socialista, y contrajo matrimonio con una mujer de ideología anarquista. Ni Claudel ni Peguy se educaron en entornos religiosos, más bien lo contrario, y crecieron intelectualmente en el anticlericalismo y el positivismo filosófico. Su fortuito encuentro con la Iglesia fue algo no buscado ni deseado, y desencadenó en ambos un largo y duro proceso de lucha interior entre la belleza que atisbaban y sus sólidas creencias racionalistas.

Claudel y Peguy, dos de los más grandes intelectuales del siglo XX, se toparon con Cristo desde posiciones existenciales abiertamente ateas. Por este motivo, me genera una enorme perplejidad el éxito que parece estar teniendo últimamente entre el público católico cierta clase de ensayos que tratan de demostrar la razonabilidad científica de la creencia en la existencia de Dios. En particular, me refiero al best-seller francés Dios. La ciencia. Las pruebas (Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, 2023) o, con mucho menor impacto, Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios (José Carlos González-Hurtado, 2023).

En una reseña del primero de los libros citados, se dice nada menos que “Este libro (…) tiene varios méritos, pero el principal es mostrar que la ciencia y la existencia de Dios no están enfrentadas y que los argumentos científicos pueden conducir a la fe.” No me cabe la menor duda de que un sólido conocimiento científico es incompatible con una visión atea del universo, dada la inmensidad de lo aún desconocido en relación con lo limitado de nuestra capacidad de acceso a la realidad, como de forma bellísima muestra Antonio García Maldonado, un autor no creyente, en su reciente ensayo Los sentidos del tiempo (2024). Lo que me parece absolutamente increíble es, por un lado, la pretensión intelectual de que se pueda llegar a la fe en Cristo a través de la ciencia; y, por otro, que se presente al teísmo como el paso previo a la fe; en ambos casos bajo la subrepticia identificación de la razonabilidad de la fe con la cientificidad. Esto, en mi pueblo, se llama confundir el culo con las témporas.

En su (absurdamente) polémica canción Ateo, C Tangana expresa de una manera genial la dinámica particular del enamoramiento y, por extensión, del acontecimiento cristiano: “Yo era ateo, pero ahora creo/porque un milagro como tú ha tenido que bajar del cielo.” En un lenguaje un pelín más ortodoxo, Benedicto XVI condensaba esta idea en el famosísimo primer párrafo de su encíclica Deus Caritas Est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” El inicio de cualquier relación amorosa nace del encuentro real con una persona viva, que no requiere la lectura previa de un tratado de antropología o de ginecología/urología. Cualquiera puede ser alcanzado por el amor de su vida, esté como esté, y piense lo que piense sobre el sexo, política o teología moral.

Intuyo que no estamos leyendo bien el éxito que ciertos productos culturales están teniendo entre el público católico que, en el fondo, es el consumidor medio de este tipo de libros, frente a la pretendida, y creo que bastante estéril, voluntad proselitista de sus autores o difusores. ¿Por qué tiene tanto predicamento este tipo de literatura pseudo-científica entre los católicos y, en cambio, no lo tiene entre los que no lo son? La falta de comprensión de que la relación con Cristo participa de la misma naturaleza que cualquier historia de amor, revela una debilidad de la experiencia religiosa que debe ser compensada de alguna manera. Y es justo ahí donde entra en juego esta clase de “apologética-científica”, que a la vista está que funciona mejor como mecanismo de cohesión ad intram que de expansión ad extram.

Las vidas de Claudel y Peguy testimonian que la creencia filosófica o científica en la existencia de un Dios no es condición de posibilidad de la fe; ni mucho menos la previa adscripción a un sistema de creencias. Por el contrario, nosotros hemos decidido pasar de una religión del amor a una religión del libro, y sustituir el reconocimiento amoroso de una presencia por una serie de certezas dogmáticas y morales, incurriendo así en el mismo error que el propio Peguy señalaba hace más de un siglo: “No fueron las influencias filosóficas y políticas externas las que causaron la pérdida moderna de la memoria cristiana o el rechazo de todo el mundo a todo cristianismo; más bien, en la raíz del desastre estaba el error de mística, que consiste en dejar de esperar, en dejar de reconocer la acción de la gracia en el tiempo.”

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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