Todo nos parece una mierda

Mundo · Luis Ruíz del Árbol
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20 mayo 2024
El próximo 9 de junio se celebran las elecciones al Parlamento Europeo. Las encuestas pronostican un espectacular ascenso de la extrema derecha, y yo me pregunto por qué estos partidos encuentran en el electorado católico un valioso caladero de votos.

Uno de los rasgos más característicos de nuestra época es, sin duda alguna, la normalización de la hipérbole. Nos hemos acostumbrado a juzgar cualquier fenómeno, político, económico o cultural, adoptando un punto de vista que tiende a deformar, por defecto o exceso, su dimensión real. Desde que tengo uso de razón, no he dejado de oír, por activa y por pasiva, que Europa, España, Occidente, [INSERT COUNTRY]… se encontraban en crisis, en un momento límite, y que era absoluta e inaplazablemente necesario “repensar” sus fundamentos antes de que fuera demasiado tarde. Y las mismas proclamas se producían en relación con la educación (¿cuántas décadas puede durar una “emergencia educativa”?), el cine español, la lengua catalana o la sufrida clase media.

En un alarde de transversalidad que ya le gustaría tener para sí a la mismísima Mercadona, la derecha y la izquierda políticas, tanto las estatales como las periféricas, llevan décadas centrando su estrategia de marketing en la defensa de ciertos valores o instituciones que, debido a la perfidia de los “otros”, y más recientemente añadiendo la cobardía acomodaticia de los tibios o botiflers, estarían en trance de desaparición: desde la escuela concertada al sistema público de pensiones, pasando por la familia tradicional o la sanidad pública.

No creo que defender modelos o soluciones distintas, incluso contrapuestas, a ciertos problemas, de mayor o menor calado, sea per se algo negativo; la problematicidad y el conflicto son consustanciales a la convivencia. Lo que sí es relevante es la cada vez más amplia asimilación de discursos que conducen, artificial y exógenamente, a mirar cada parcela de la vida social o política como un juego de suma cero, de tal forma que, cuando alguien pone en discusión alguna creencia u opinión, se interpreta como un ataque personal que pondría en riesgo la misma existencia del receptor del mensaje.

Sobre las causas y efectos en lo político de este tipo de razonamientos se ha escrito mucho y muy bien últimamente, y no voy a ahondar en ello. Por poner solo dos ejemplos, el número 216, noviembre y diciembre de 2023, de la fantástica revista Política Exterior, La revancha de los líderes autoritarios; o el ensayo de Ramón González Férriz, Los años peligrosos. Por qué la política se ha vuelto radical. El previsible espectacular aumento de eurodiputados que representan las opciones nacionalistas o soberanistas-populistas que arrojarán las elecciones al Parlamento Europeo señaladas para los próximos días 6 a 9 de junio, es un claro reflejo de esta tendencia de fondo, en la que prosperan las propuestas que apelan directamente al elector a defender su identidad comunitaria y/o tradicional frente a una supuesta agresión externa.

Mi preocupación personal radica en qué medida los católicos en España (puede que en general en Europa) nos hemos convertido, permítaseme la generalización, en un actor relevante del proceso antes descrito. La acrítica asunción in toto de marcos mentales prefabricados, sobre todo de corte neoliberal e identitarista, el habitual recurso a plantear soluciones por elevación y el abuso de los escatologismos baratos para eludir el análisis y estudio riguroso de cualquier materia compleja, o la más sutil —y más grave— tendencia a cristalizar la fe en una contracultura más, los percibo como síntomas de una avanzada esclerosis mental, y de una incapacidad de dejarse provocar y asumir el riesgo de comprometerse con el mundo.

¿Estamos a salvo los católicos de la tentación de construir nuestros propios safety spaces? ¿De verdad nos creemos libres del influjo del poder y pensamos que nuestros juicios o decisiones de voto no están condicionados por las prebendas y privilegios que nos regalan los políticos de turno? ¿Estamos involucrados, o al menos tenemos conocimiento de su existencia, en los muy relevantes debates que se están llevando a cabo sobre urbanismo, mercado de trabajo, digitalización de la economía o reorganización y desequilibrios de los territorios? ¿Tenemos relación personal con intelectuales o políticos que están fuera del ámbito liberal-conservador? ¿Estamos al tanto de los autores o columnistas que están configurando la opinión pública en nuestro país? Estas preguntas no van dirigidas exclusivamente a culturetas; deberían interpelar hasta el fondo a cualquier católico adulto con un mínimo amor y compromiso con el tiempo que le ha tocado vivir.

Puede que el juicio tan duro que tantos católicos tienen sobre el mundo, tanto desde una perspectiva política como cultural, que hace que nos sumemos con entusiasmo a la visión decadentista, casi apocalíptica, del presente que tienen muchos de nuestros contemporáneos, nazca de un déficit de contacto con la realidad, que nos lleva a refugiarnos en grupúsculos, presos de un psicologismo cada vez más estéril. Un amigo mío, cuya familia regenta una farmacia en un pueblo de Málaga, me contaba hace tiempo que el nivel de consumo de ansiolíticos y antidepresivos es el mismo entre creyentes que entre no creyentes; no hay diferencia estadística reseñable. ¿Cómo va a ser de otro modo, si a los católicos, al igual que les sucede a los demás, como cantaban de manera genial los Astrud, “todo nos parece una mierda, menos lo vuestro”?

Dicen que ya está todo inventado/pero somos algo inacabado./Si puedo ver en tus ojos un cielo estrellado,/será que algo nuevo puede ser creado.” Guillem Roma, en su reciente canción Imaginar (Postureo Real, 2023), da la clave de cómo se puede volver a mirar todo con esperanza: el mundo no es una mierda, ni es algo ya completo cuya fisonomía está totalmente predeterminada por la lógica del poder; todo lo que acontece en nuestro horizonte personal y comunitario es fruto de un acto creador constante, eterno, que nos ha sido regalado para contemplarlo, amarlo y hacerlo fructificar. Que esta esperanza se inculture es quizá la única aportación incidente y disruptiva en la Historia que podamos hacer; todo lo demás, no es sino participar con los demás en añadir más ruido y furia, en una histeria colectiva que nada significa.

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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