Sobre el manifiesto de Comunión y Liberación ante las próximas elecciones generales

Un juicio incidente requiere una educación en el amor a la realidad

España · Francisco Medina
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5 noviembre 2019
Necesitamos personas libres. La primera vez que he leído el manifiesto lanzado por Comunión y Liberación ante las próximas elecciones me ha dejado buena impresión: creo que ha sido un acierto ir más allá del intento de dar un criterio –más o menos genérico, o no– a la hora de dar el voto teniendo en cuenta factores como libertad de educación, subsidiariedad, unidad de España…, los cuales, siendo justos, no eliminan la necesidad de aprender a vivir con responsabilidad personal. Porque el proceso de cambios sociales, políticos y económicos que está acaeciendo tanto a nivel nacional como a nivel global, aun revistiendo aspectos positivos, se está llevando por delante muchas de las evidencias que teníamos como tales.

Necesitamos personas libres. La primera vez que he leído el manifiesto lanzado por Comunión y Liberación ante las próximas elecciones me ha dejado buena impresión: creo que ha sido un acierto ir más allá del intento de dar un criterio –más o menos genérico, o no– a la hora de dar el voto teniendo en cuenta factores como libertad de educación, subsidiariedad, unidad de España…, los cuales, siendo justos, no eliminan la necesidad de aprender a vivir con responsabilidad personal. Porque el proceso de cambios sociales, políticos y económicos que está acaeciendo tanto a nivel nacional como a nivel global, aun revistiendo aspectos positivos, se está llevando por delante muchas de las evidencias que teníamos como tales.

En este sentido, y haciéndome eco de la pregunta que lanza el manifiesto: ¿Qué debemos aprender?, me parece claro que, en primer lugar, es necesario aprender a leer los tiempos. Hodie et nunc, el primer elemento es “la dificultad a la hora de ir más allá de la propia ideología y sentarse a hablar con personas que piensan de forma diferente”, como dice el manifiesto. Una partida de cartas en la que los jugadores no quieren las que les reparte la mano, en realidad, nos simboliza a todos, no sólo a nuestros políticos, que, en el fondo, son aquéllos a quienes hemos votado. En esto el manifiesto me parece que acierta cuando señala nuestra incapacidad de afrontar la realidad. Yendo más allá, diría que nos urge volver a recuperar el narrarse como relación con otros. Jürgen Habermas y Hannah Arendt, a su manera, ya sentían esta urgencia de componer el elemento prepolítico como factor de construcción. Para ello, me parece privilegiado poner sobre el tapete ese aguijón de nuestra propia humanidad que hace que uno no se conforme con cualquier cosa, poner delante de nuestros ojos la tristeza que nos domina –porque no tengo la independencia, porque han aprobado la ley del aborto o la eutanasia, han sacado de malas maneras a Franco y los del PSOE se ponen pesaditos con la Memoria Histórica… y un largo y tedioso etcétera que nos dice que la vida no se cumple–; me parece crucial, por tanto, entender lo que nos pasa: lo que me pasa a mí y lo que nos pasa como sociedad.

No tengo duda de este juicio, al que me adhiero. Lo que me cuestiono es si realmente entendemos lo que está sucediendo. Intentamos diagnosticar cómo está la sociedad española y europea –que es en la que vivimos– con “no hay una identidad cristiana” y estamos denunciando los efectos de la secularización –que están ahí– y, sin embargo, ¿somos conscientes de lo que sucede en nuestra comunidad cristiana? ¿Acaso no existe un cansancio en nuestra creatividad, un recurso a las fórmulas de siempre de defender espacios? Si me meto un poco a curiosear en la vida de nuestras comunidades, ¿me equivocaría si dijera que me llegan cientos de whatsapps reenviados sobre alertas y fake news relacionados con temas religiosos (desfasados, la mayoría), tipo “van a quitar tal escuela concertada. Pásalo” o chistes sobre Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, o el que toque; o los vídeos relacionados con España, los valores, Juan Pablo II…? Creo que no.

Es evidente que nuestra sociedad está fracturada –no sólo en Cataluña, ¡cuidado!–. Siempre he sido escéptico sobre la cuestión de si hay o no sociedad civil despierta en España.

Estamos copiando demasiado de la cultura liberal anglosajona, tanto en lo político como en lo económico y social; no hay que demonizar las aportaciones de los pensadores británicos y americanos, hay cosas interesantes de ellos. Pero no es inocuo. Y esto ya lo estamos viendo en nuestro país con los estertores de la crisis de 2008 y la inminencia de una nueva recesión. Mucha gente se va a quedar atrás. El tema de la inmigración nos asusta, el recurso a lo que algunos han llamado ideas claras –que no son más que soluciones fáciles–, presentes en algunos partidos políticos, comienza a hacer acto de presencia. El hecho de que partidos nuevos (Unidas Podemos, Más País, VOX, JxCat, PACMA, entre otros) puedan tener presencia en el Congreso no significa, en modo alguno, indicio de madurez.

Sin embargo, el aspecto que más me preocupa es el ámbito eclesial. Y aquí soy consciente de que, para algunos, pueda estar pisando callos. Ya no es sólo cuestión de tener presente que la sociedad española –como la occidental– haya dejado de ser auténticamente cristiana. Subsiste, eso sí, un sustrato cultural de valores (familia, educación de los hijos, defensa de las cuestiones de bioética, y la identificación de la libertad con el liberalismo político, económico y social), pero no hay una conciencia cristiana. Se trata de ir mucho más allá: los cristianos estamos cansados, la posmodernidad nos ha pillado con el pie cambiado. El hecho es que, en muchas de las iniciativas que emprendemos, se percibe un recurso a las fórmulas de siempre, a la obsesión por los espacios, a la defensa acrítica de una educación concertada –muchas veces, imbuida del pensamiento anglosajón de la excelencia– que no consigue evitar la segmentación social; existe una cierta autorreferencialidad en nuestras relaciones con los demás; nos da miedo buscarnos la vida en entornos desfavorables (donde no hay tanta gente de los nuestros). En el cénit de nuestra audacia, ya etiquetamos al cristiano que apuesta por la cuestión social como un podemita… y, por supuesto, identificamos la subsidiariedad con el hecho de que es el Gobierno quien tiene que dejar hacer y gobernar bien; ¿qué significa eso?, es la primera pregunta que a uno le sale cuando se habla de la subsidiariedad y la sociedad civil.

El recurso a los valores revela que tenemos mucho miedo en la comunidad cristiana. El hecho de la incapacidad para afrontar la realidad, bien constatado en el manifiesto, nos pasa, en primer lugar, a los católicos: el hecho de secundar de continuo fake news y alertas que las plataformas del Yunque nos van enviando capciosamente; el recurso a las identidades cerradas –soy español como si fuese un hincha de un equipo de fútbol–; nuestra querencia por las manifestaciones en la calle… y tantas otras cosas son un claro síntoma de nuestra desconfianza por la capacidad de incidencia histórica de nuestra fe, y un reflejo de que no entendemos lo que realmente nos pasa: que nos desconcierta este tiempo de ausencia de certidumbre. No es que hayamos creado nuestra zona de seguridad, es que ya hemos hecho de ella la residencia habitual. Y, claro, salir cuesta. Te expone a la intemperie.

En una segunda lectura del manifiesto, he agradecido ese soplo de aire fresco de no acudir a las fórmulas de enunciar criterios que han corrido el riesgo de resultar abstractos. Nuestro primer trabajo es con nosotros mismos: nuestro encuentro con Cristo tiene una dimensión histórica que hay que asimilar. Si nuestro juicio quiere ser incidente, tenemos que dejarnos educar en el amor a la realidad, lo que implica abandonar consignas que son fruto de ciertas batallas culturales ya perdidas. No es la Administración, ni la izquierda, ni los otros quienes ponen en peligro nuestras obras. Es nuestro cansancio y nuestro miedo. En algunos manifiestos anteriores percibí algo de esto.

Por eso, yo también creo que el Papa Francisco es la cura frente al miedo que nos atenaza. Yo sí puedo decir que he descubierto que ser cristiano es vivir con toda la carga de mi humanidad, aunque muchas veces tenga pavor a asumir las consecuencias de las decisiones que tomo en el día a día. No está escrito que la libertad del cristiano haya de identificarse con una opción política o corriente de pensamiento –sea liberalismo, sea socialdemocracia, sea anarquismo, sea marxismo-leninismo–. Nos urge volver a poner sobre el tapete la dimensión social de la fe, porque tiene mucho que ver con la dimensión social del hombre. Los efectos de la crisis en España y las tensiones en Cataluña van a llevarse a muchos por delante y hará falta mucho hospital de campaña. Salir al encuentro de la realidad tiene ese componente de intemperie e incertidumbre, que es donde se manifiesta el imprevisto. No hay nada más patético que defenderse del mundo que se nos ha dado.

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