Tigres, profesores e inteligencia artificial

Sociedad · Pablo Pardo
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15 junio 2023
¡¡A ver si esta vez va a ser verdad!! Los que trabajamos en el mundo docente llevamos varias décadas escuchando que estamos a las puertas de una revolución educativa... y ahora volvemos a escuchar el mismo discurso. Y el caso es que la “revolución” ha venido ya varias veces.

Ha llegado de la mano de las competencias, de las inteligencias múltiples, de las emociones, de las TIC en el aula, de las metodologías activas (ABP, ApS, Aprendizaje Cooperativo…). Y a pesar de todas estas revoluciones, los profesores tenemos una cierta conciencia de que, en las cuestiones clave, que son cómo enseñamos y cómo evaluamos, las cosas siguen esencialmente igual desde hace décadas. En nuestra práctica diaria hemos incorporado mucha terminología, metodologías diversas, algunas tecnologías más o menos útiles y una buena carga de escepticismo hacia las novedades. Por eso cuesta creer que la llegada de la inteligencia artificial (IA) a la educación sea, esta vez sí, la circunstancia que va a dar el vuelco definitivo a la educación.

Realmente podríamos decir que la irrupción de las IA en nuestras vidas ha sido sólo “semi-repentina”, porque lo realmente novedoso del caso no es tanto la llegada de esta tecnología, que llevaba con nosotros mucho tiempo en infinidad de aplicaciones, sino su facilidad de acceso para cualquier ciudadano, y su rapidísima difusión. Y uno de los campos donde esta irrupción está levantando más ruido y generando más inquietud, en concreto la de las IA basadas en modelos de lenguaje, es el mundo de la educación. Aunque sería más correcto decir que esta inquietud parece afectar específicamente a uno de los estamentos de la educación, en concreto al de los docentes (tal vez por motivos tan obvios que no haya que analizarlos ni explicarlos, o quizá sí, lo veremos). La preocupación podría haber inundado a las administraciones educativas que intuirán que muchos de los “saberes básicos”, “competencias específicas” o “criterios de evaluación” previstos en la LOMLOE pueden ser respectivamente adquiridos, desarrollados o demostrados por una IA. También podría haberse manifestado entre los estudiantes, ante el evidente peligro que estas tecnologías pueden suponer para verificar quiénes de entre ellos están realmente adquiriendo conocimientos y quiénes se están limitando a usar una IA para realizar los trabajos encomendados. Incluso podrían haber manifestado su preocupación las familias o las asociaciones de padres, alarmados por la posibilidad de que sus hijos se limiten a usar las IA en lugar de aprender en sus centros de estudio. Pero no, de momento sólo los docentes parecemos preocupados por la novedad. Y cabe preguntarse, sin intención retórica, cuál es el motivo de esta preocupación.
Es posible que la inquietud de los docentes pudiera resumirse en una pregunta semejante a esta: ¿Entonces no hay más remedio, esta vez va a cambiar de verdad la educación? Vaya por delante que ni el mítico constructo “cambiar la educación” tiene por qué tener un significado obligatoriamente positivo, ni partimos de la idea de que los docentes seamos un colectivo inmovilista y cerrado al cambio. En este sentido, la aparente bondad asociada a la palabra “cambio”, ya sea en el ámbito social, político, educativo o de cualquier clase, es, como mínimo, cuestionable. Y el reclamo continuo a “cambiar el modelo educativo” presente en el mundo de la enseñanza supone, cuando menos, un motivo de inseguridad y de inquietud permanente en los profesores. Pero este no es el tema del artículo. El hecho relevante es que la preocupación existe porque parece claro que las IA amenazan nuestra tarea docente y ponen en riesgo, y esa es la cuestión, los métodos que usamos para enseñar y evaluar a nuestros alumnos. Y, ante las realidades que nos preocupan y amenazan, en el mundo de la educación es habitual que nos planteemos tres respuestas alternativas.
La primera respuesta es la de los displicentes. Ante la irrupción de novedades en el mundo de la enseñanza siempre cabe mirar para otro lado y esperar que pase la ola. Total, estamos hartos de la monserga de la “revolución definitiva de la educación” y el cuento de Pedro y el lobo es conocido por todos y ha sido verdad en demasiadas ocasiones anteriores. Por tanto, y en muchos sentidos, en nuestro ámbito estamos inmunizados ante los cambios porque no van con nosotros. Como muchos hemos hecho tantas veces, simplemente podemos ignorarlos. Nuestra respuesta ante la IA podría ser, “esto no va conmigo, ya pasará”. Es una primera respuesta que consiste en pensar que esto no nos afecta. Sin embargo, en este caso, en apenas unos meses se han disparado todas las alarmas; en los corrillos y reuniones de profesores en la universidad el tema aparece cada vez con más frecuencia, muchos compañeros manifiestan su preocupación, algunos lo analizan ya con sus grupos de estudiantes, otros sospechan de trabajos de fin de grado que parecen redactados por alguien (o algo) diferente al estudiante que lo firma y, de forma mayoritaria, la IA se plantea como una realidad amenazante.
La segunda respuesta es la de los gendarmes. En este caso la idea es regular los diferentes aspectos y usos de las IA y vigilar el cumplimiento de las normas y limitaciones establecidas. Para ello, las administraciones públicas ya han comenzado a elaborar diferentes normativas reguladoras y limitantes y las empresas a dictar normas y prohibiciones. En los centros de enseñanza, los profesores empezamos a aplicar limitaciones al uso de las IA y a disponer de herramientas y técnicas que, teóricamente, nos permiten detectar su uso en los trabajos encomendados a los estudiantes. Los programas antiplagio incorporan filtros que detectan la IA y los profesores analizamos al detalle los escritos sospechosos de haberse elaborado usando este recurso, o tenemos entrevistas con los estudiantes para verificar que realmente conocen aquello que han escrito. Pero esta vigilancia permanente cambia la función del profesor a una especie de detective o policía, y lo coloca en una posición que no es la propia de su tarea. Nos obliga a estar más atentos a la autoría real de los trabajos que a la propia calidad de estos. Además, la respuesta “gendarme” parte de la desconfianza hacia los estudiantes, lo que constituye una postura de partida profundamente antieducativa. Finalmente, esta posición es siempre una acción reactiva, que va a remolque de la realidad y en la que el profesor (y las normas y tecnologías en las que se apoya) están siempre persiguiendo las realidades y capacidades que se quieren limitar.
La tercera respuesta es la de los adaptados. Esta respuesta consiste en “comprar la novedad” (en este caso la nueva tecnología de IA) y llevarla a las aulas para su uso. Es la respuesta que más frecuentemente aplicamos a las novedades en la educación, y parece partir de una inseguridad absoluta sobre la posibilidad de que la práctica educativa tenga unos cimientos sólidos en los que apoyarse. Y al faltar esos cimientos, cualquier novedad es digna de mejorar el desarrollo de la tarea docente. Podría decirse que “todo será para bien”. El argumentario de los adaptados es bien conocido y se apoya en expresiones como “ayudemos a los alumnos a usarla bien” o “incluyámosla en las aulas y enseñemos a manejarla para aprender mejor”. Pero la respuesta de los adaptados ignora ¿deliberadamente? la cultura de las evidencias de la que tanto alardeamos en la universidad. Porque abundan desde hace años los especialistas y los estudios que están alertando de la nefasta influencia de muchas de las tecnologías y metodologías que hemos incorporado a las aulas en los últimos tiempos. Los adaptados plantean, por tanto, la idea de intentar cabalgar el nuevo tigre (tal vez ahora un dragón, por mucho más poderoso) al incorporar las IA a la educación. Sin embargo, nuestros anteriores intentos de “controlar y aprovechar las tecnologías para mejorar la educación” (tabletas digitales, virtualización de contenidos, campus virtuales…) están dejando a nuestros alumnos de todas las etapas repletos de “heridas” que afectan a su comprensión lectora o su expresión escrita entre otras capacidades y destrezas básicas. Es por tanto una postura que carece de sentido siendo ya muchas las voces de alarma que piden parar los procesos de digitalización en la educación ante sus preocupantes consecuencias.
Entonces, si esta vez no podemos ser displicentes, no queremos ser gendarmes y no debemos ser adaptativos, ¿qué podemos hacer? ¿Debemos permitir que esta nueva tecnología arrolle la educación tal y como la conocemos? ¿Será imposible verificar si son nuestros estudiantes o un programa informático los que realizan los trabajos que les encomendamos? Si el aprendizaje pasa a ser inverificable y la IA es capaz de resolver desafíos intelectuales ¿dejará de tener sentido la profesión docente?
Consideramos que es posible esbozar una cuarta respuesta que, en un primer vistazo, podría parecer semejante a la postura de los “displicentes”, pero que no puede ser más distinta de esta, la llamaremos, ante la necesidad de darle un nombre, respuesta de los “esenciales”. Esta respuesta plantea usar la irrupción de la IA en la educación para cambiar algunas cosas esenciales que no está funcionando en las aulas desde hace mucho tiempo. Entonces, ¿es la misma idea que la de los adaptados? ¿Usaremos la IA para mejorar la enseñanza? En absoluto. No se plantea aquí usar la IA para aprender, sino asumir que la IA no es la inteligencia humana y que la educación trata, precisamente, de ayudar a las personas a desarrollar su inteligencia, a formarse y a descubrir la realidad. Por eso, si nuestra tarea es ayudar a otros a aprender y verificar que ese aprendizaje se produce, miremos lo que la IA sabe hacer (o aparenta saber) y enseñemos y evaluemos en nuestras aulas, todo aquello que la IA no puede imitar. En definitiva, usemos la llegada de la IA para cambiar nuestros planes de enseñanza-aprendizaje, y nuestros sistemas de evaluación.


Ya se ha dicho que la IA es el fin de las tareas escolares, y es probable que sea cierto, pero la clave de la educación no está en las tareas que los alumnos hacen en sus casas, sino en lo que ocurre en las aulas. En nuestras aulas podemos trabajar, si así lo deseamos, sólo con las inteligencias humanas y tenemos una oportunidad, obligados por las circunstancias (bienvenidas sean esta vez) para recuperar la relación personal que está en la base de la educación. Establezcamos verdaderas relaciones entre aprendices y maestros y olvidemos de una vez la cantinela del profesor exclusivamente “como guía del aprendizaje” (o mejor aún, convirtamos ese constructo en algo con un significado real, estimulante y positivo para ambas partes). Tenemos una ocasión inmejorable de reubicar en el centro de la práctica educativa la relación profesor-alumno en el aula y de hacer girar todo el proceso de enseñanza-aprendizaje alrededor de ese encuentro cotidiano. Eliminemos los trabajos recopilatorios que encomendamos “para casa” (una práctica que debería de haber muerto hace ya dos décadas con la llegada de internet, pero que sigue muy presente en todas las etapas); retomemos la lectura de documentos físicos en clase; califiquemos nuestras asignaturas a partir de actividades que se desarrollen en el aula; trabajemos con los estudiantes la expresión escrita in situ; fomentemos la reflexión y el diálogo en la clase… En definitiva, tratemos de retomar la esencia de la práctica educativa, que entró en crisis hace mucho tiempo y que no se recuperará gracias a la inteligencia artificial. Esta es sin duda una propuesta modesta, poco más que un punto de partida y casi sólo una intuición. Pero esa es, precisamente, su mayor virtud, porque puede aplicarse a cualquier aula, a cualquier nivel educativo y a cualquier contexto. Es probable que esta vez no podamos ignorar al tigre, ni baste con vigilarlo ni sea sensato intentar cabalgar sobre él, pero si podemos aprovechar su ferocidad para trasladarnos a vivir a un lugar en el que los tigres no sabrán nunca entrar.

 

*Pablo Pardo Santano es Profesor universitario en el Centro Universitario Cardenal Cisneros

 

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