Entrevista a Marta Cartabia

´Sufrimos un consumismo de nuevos derechos: la amplitud del deseo no tiene solución jurídica´

Cultura · PaginasDigital
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24 septiembre 2008
Páginas Digital entrevista a Marta Cartabia, profesora de Derecho Constitucional de la Università degli Studi di Milano-Bicocca y coautora del libro All´Origine della Diversità, dedicado al reto del multiculturalismo. Cartabia valora la llamada ampliación de derechos de Zapatero y el reto que supone para el mundo jurídico una sociedad culturalmente cada vez más plural.

En España se está hablando de una reforma de la ley del aborto en unos términos que convierten el aborto en un derecho. También se habla del suicido asistido como una ampliación de los derechos civiles. De hecho, la ampliación de los derechos civiles es uno de los argumentos más recurrentes de Zapatero. ¿A usted qué le parece esta obsesión por ampliar nuevos derechos?

La ampliación de los derechos fundamentales es un fenómeno que se ha exagerado en los últimos años, diría que en el siglo XXI, no sólo en España y en Italia sino en todos los países del mundo occidental. Aborto y eutanasia son ejemplos dramáticos, como también lo son el "derecho a no nacer", el "derecho a tener un hijo", el "derecho a casarse". Las causas de este fenómeno son múltiples y concurrentes, pero la que me parece más importante y profunda es que en el origen de muchos de los nuevos derechos hay aspiraciones genuinas de toda persona humana. Todos tienden al inextirpable deseo de felicidad. Sin embargo, dudo de que tales aspiraciones, sobre todo su aspiración más profunda, puedan reducirse a la reivindicación de un derecho. Los deseos y necesidades de la persona humana son por naturaleza insaciables, pero en la mentalidad actual la infinitud del deseo y de las exigencias humanas se confunden con una ausencia de límites. La aspiración a la felicidad, a la que ningún ordenamiento jurídico podría pretender dar respuesta, se ve fragmentada en una multitud de promesas, como si la suma de miles de satisfacciones infinitesimales pudiese aplacar la sed de infinito de la persona humana. Se confunde la amplitud del deseo humano con la cantidad de sus manifestaciones, y así se allana el camino hacia un nuevo consumismo de derechos. Se genera en las personas una pretensión: aquello que deseo -la vida y la muerte, el hijo, la pareja- debo tenerlo garantizado. El daño más grave es lo iluso de las promesas: como ya intuía la Declaración de Independencia americana en 1776, lo que las personas persiguen a través de los derechos es, en definitiva, la felicidad. Y esto no es algo que un estado o sistema jurídico esté en condiciones de asegurar o prometer.

Recientemente el ex presidente de Alemania Herzog ha criticado el excesivo peso de las instituciones supranacionales para valorar la aplicación de los derechos humanos. En un país como el nuestro el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo en realidad  se ha convertido en la última instancia. ¿Cómo ve este fenómeno? En España, por ejemplo, para hacer frente a la asignatura de Educación para la Ciudadanía hay mucha esperanza en su jurisprudencia sobre el "adoctrinamiento" porque el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional están muy politizados.

En principio, la presencia de instituciones europeas que garanticen los derechos humanos es algo muy positivo. En particular, la Convención europea para los Derechos Humanos y la Corte de Estrasburgo nacieron, después de la Segunda Guerra Mundial, como los instrumentos que cierran el sistema de tutela de los derechos: los primeros que debían garantizar los derechos eran  los estados y sus constituciones, pero cuando eso no fuera suficiente, el sistema europeo haría de "red de salvaguarda", para garantizar que la dignidad humana no sea pisoteada. Después de lo vivido en Europa en la primera mitad del siglo XX, era necesario un remedio supranacional. En los últimos años, sin embargo, algo está cambiando. Por un lado, los ciudadanos recurren cada vez más a la Corte de Estrasburgo, lo que tiene aspectos muy positivos, porque la tutela de las personas es más efectiva, pero también negativos, porque la Corte de Estrasburgo acumula demasiado trabajo, debido también a la actual ampliación de miembros del Consejo de Europa, que ahora son 47. Por otra parte, si se estudia la jurisprudencia de la Corte, hay una tendencia a concentrarse en la tutela de los derechos, sacrificando un poco la riqueza y las particularidades nacionales. Tiempo atrás, la Corte dejaba un mayor margen a los estados; hoy tiende a imponer una lectura neoliberal e individualista de los derechos, incluso contra la voluntad de los estados: pienso concretamente en casos recientes de adopción por parejas homosexuales y de aborto. Pues bien, la Corte de Estrasburgo hace un óptimo servicio cuando se mantiene fiel a su misión, la de asegurar una garantía mínima de derechos fundamentales, con una función subsidiaria respecto a la garantía que dan los estados. Por el contrario, si trasciende esta función termina por "colonizar" a todos los países europeos con visiones culturales particulares.

Algunos de los  nuevos Estatutos de Autonomía españoles incluyen nuevos catálogos de derechos fundamentales (por ejemplo a la muerte digna) que no estaban en nuestra Constitución. ¿Cómo ve este fenómeno de que los estatutos modifiquen los derechos constitucionales?

Regiones, comunidades, constituciones nacionales, Unión Europea,  Naciones Unidas… Todos los niveles de gobierno del mundo quieren tener su propia carta de derechos y, si es posible, su propio Tribunal de derechos. Ahora nace la Agencia de los derechos. Ésta es una época en la que no falta garantía para los derechos, sino que sobreabunda. Habrá que preguntarse si es esto lo que necesitan las sociedades contemporáneas. Aunque todas las cartas de derechos fueran escrupulosamente observadas, ¿tendríamos realmente una sociedad mejor? ¿Necesitamos más cartas de derechos o necesitamos otra cosa?

Benedicto XVI defendió en su discurso de Naciones Unidas un concepto de derechos humanos basado en referencias objetivas. ¿Cómo sería posible una fundamentación objetiva de los derechos humanos que supere el relativismo pero que no caiga en un objetivismo ahistórico?

Los derechos fundamentales tienen una naturaleza ambivalente, se sitúan en el punto de cruce entre la universalidad y la historia. Por una parte se perciben como absolutos, como exigencias imprescindibles, como valores irrenunciables en cualquier tiempo y lugar. Pero por otra, no podemos sustraernos a la constatación de que son históricamente relativos. Tienen una historia, una evolución y unas expresiones culturales específicas. En los derechos fundamentales hay una aspiración a la universalidad, pero también una dimensión histórica donde se refleja la tradición y la conciencia más profunda de cada pueblo.

En España, como en Italia, nos encontramos ante el reto en este momento de integrar diferentes culturas. Desde el punto de vista jurídico, ¿qué valoración puede hacerse de esta pluralidad cultural? ¿Es necesario, como dice la posición liberal clásica, privatizar esas culturas y buscar unos derechos humanos fundamentados sólo en una ética formal?

Radicada en el valor de la dignidad humana, la idea de los derechos fundamentales contiene necesariamente una dimensión universal. Radicada en la especificidad religiosa, moral, lingüística y política de cada pueblo, la aplicación concreta de tales derechos requiere de la particularidad y del pluralismo. Pero si lo pensamos bien, ésta es una especificidad de cada ser humano: cada persona expresa una individualidad, una pertenencia cultural, pero es también ciudadano del mundo, ser humano como tal. Los derechos hablan del hombre y por eso reflejan la naturaleza histórica y universal al mismo tiempo. No se puede conocer al hombre en abstracto: es siempre dentro de una expresión cultural específica donde se puede reconocer el universal que pertenece a cada hombre. La razón es capaz de penetrar en la historia y en las diferentes culturas para reconocer aquello que pertenece a cada hombre, la dignidad humana en cuanto tal.

Ante el reto que supone la pluralidad cultural, muchos hablan de encontrar unos valores mínimos comunes. Usted prefiere hablar de "experiencia elemental". ¿A qué se refiere?

Los valores son expresiones abstractas y codificadas en las cartas y en las constituciones, y como tales están sujetas a las interpretaciones de quien las aplica y custodia. Los valores son fruto de la historia humana, pero luego se separan y se convierten en proposiciones abstractas. Los valores exigen un método deductivo: hay que pasar del valor teóricamente proclamado a la aplicación práctica. La experiencia elemental, de algún modo, le da la vuelta al método: en la concepción de Luigi Giussani se introduce toda la concreción, la problemática y la vivacidad de la experiencia humana pero también toda la capacidad crítica y valorativa de la razón. La experiencia elemental incluye tanto la historicidad de la vida personal y de los pueblos como la capacidad de juicio, de discernimiento. Apelar a la experiencia elemental de cada hombre como fundamento de los derechos humanos significa interrogar incesantemente a la historia, la personal y la de los pueblos, a la luz de la razón, para hacer emerger desde dentro de la vida aquello que debe ser reconocido como imprescindible para cualquier persona humana. La experiencia elemental exige un conocimiento por reconocimiento. La experiencia elemental es viva y crítica: es la concreción de la vida, del caso, diríamos los juristas, ponderada a la luz de la capacidad crítica de la razón humana, del principio de racionalidad.

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