Solo una hermosura acreditada
Hasta el próximo estallido. Los disturbios provocados por la muerte de Nahel, el joven de origen argelino al que le dispararon en un control policial, se han ido apagando. Pero no se ha solucionado nada. Los suburbios de París siguen con los mismos problemas que tenían hace 40 años. No es fácil comprender el conjunto de factores que han hecho de los banlieues la encarnación de fracaso social. Se suman la marginación, la pobreza, la falta de integración de tres generaciones de franceses que tuvieron padres migrantes, el racismo, las dudosas actuaciones policiales, las madres que tienen que sacar adelante a sus hijos solas, el fracaso escolar y un largo etcétera. Los suburbios son auténticos guetos estudiados desde hace décadas por antropólogos y sociólogos.
Sería temerario atribuir la situación de los banlieues exclusivamente al fracaso del modelo de integración francés, el modelo que Francia ofrece a todos aquellos que proceden de tradiciones culturales diferentes a la cultura republicana y laica. Pero es un elemento que tiene peso. Macron reconoce que se “han creado áreas en las que no se han cumplido las promesas de la república”. Pero su respuesta es aplicar el remedio que no ha funcionado: “asegurar la presencia republicana en cada bloque de pisos, en cada edificio, en lugares en los que estábamos en retirada”. Todo esto sucede mientras la derecha identitaria y soberanista, en este caso la derecha de Le Pen, gana apoyo en las encuestas, gana el apoyo de los que quieren una “Francia del orden”. El 70 por ciento de los francés ha defendido un estado de emergencia para poner fin a los disturbios.
¿Por qué habían de creer los jóvenes de los suburbios en los valores de la Francia republicana? Macron se parece al Quijote de los primeros capítulos. El grandioso personaje de Cervantes, en su viaje del sueño a la razón, se encuentra en su camino con un grupo de comerciantes de seda. Y les exige que proclamen que su amada, Dulcinea, es la mujer más bella del mundo. Los mercaderes, con buen criterio, responden que no pueden hacer esa declaración porque no conocen a la señora. No pueden afirmar una verdad sin haberla visto. A lo que el Quijote responde que precisamente eso es lo que está pidiendo, que crean sin ver, que declaren sin tener noticia, que afirmen lo que no han podido comprobar. Los viajantes no ceden. Y exigen pruebas, exigen razones: quieren ver al menos un pequeño retrato. Y están en lo justo. No conocen al Quijote, no han convivido con él, no saben si es un testigo respetable. Tampoco pueden estar seguros de que no quiera engañarles. Solo tienen delante a un personaje armado de forma extraña para una batalla que no existe, un soñador de aventuras que quiere torcer su libertad y que exige la adhesión a una verdad en nombre de una belleza que no muestra.
Cervantes de modo genial refleja lo inadecuado que es pedir adhesión a los valores de la república, a los valores de la civilización occidental, a los valores de la izquierda, a los valores del cristianismo o del islam, por santa ignorancia, sin mostrar atractivo alguno y sin respetar la libre adhesión. No es solo Macron el que actúa como el Quijote de los primeros capítulos. Los espacios de sentido o de no-sentido en este comienzo de siglo XXI repiten la fórmula. A cambio de la irracionalidad ofrecen seguridad, ofrecen el consuelo de la pertenencia a la tribu.
Como hicieron los mercaderes asaltados en el camino, lo humano es solo aceptar una prueba o un hermosura suficientemente acreditada, casi irresistible.
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