Sobrevivir al miedo
No lo podemos negar, estamos asustados. Todos. Lo reconocía David Verdaguer en su discurso al recoger el galardón al mejor actor en la reciente Gala de los Goya: «Yo he descubierto que mi personaje era una persona que tenía muchísimo miedo. Yo también tengo miedo y creo que la mayoría de la gente que estamos aquí también lo tenemos«.
Las sociedades actuales son sociedades del miedo. Es sin duda el sentimiento más común entre nuestros contemporáneos. Unas veces es evidente, otras imperceptible a primera vista, pero basta observar nuestros comportamientos: hipersensibilidad identitaria, victimismo a flor de piel, llamadas nostálgicas al pasado o a la unidad sin argumentos, debilidad educativa, familiar y demográfica y esa incapacidad de salir a campo abierto con nuevas propuestas o proyectos. Muertitos de espanto.
No es cualquier miedo. No ese ese miedo atractivo que se busca en las películas o en las experiencias de riesgo. Es un miedo existencial, antropológico. Es ese que está detrás de muchas de nuestras soledades o de las dificultades de generar o preservar nuestras relaciones, de vivir y construir juntos. Lo ves en el crecimiento de los seguros, los clubes exclusivos, los muros, los insomnios, los divorcios, las adicciones y las terapias. Quizás sea por nuestra mala gestión de nuestras expectativas o por la renuncia a estar a la altura de nuestros deseos.
El miedo suele aparecer como un invitado inesperado y difícil de despedir. Se encuentra agazapado tras una seguridad, tras una posesión, tras una victoria. Es fácil identificarlo por sus consecuencias: se apodera de nosotros, nos anula y nos paraliza. Una de las más difíciles tareas es ponerle nombre. Si no lo hacemos acaba convirtiéndose en terror y después en pánico. No hay nada más contagioso que el pánico. Y ya sólo buscamos protección, que se nos garantice un refugio seguro, un líder fuerte o un culpable que echar a la hoguera.
A lo largo de la historia ha habido tres clases primordiales de miedo: el miedo a los dioses, que podían destruirnos a su antojo por nuestro mal comportamiento, el miedo a la naturaleza, que podía acabar con nosotros sin previo aviso y el miedo al hombre. Este es el peor. Ahora que hemos ocupado el lugar de dios y de la naturaleza, por primera vez en la historia, somos los propios seres humanos y nuestros artefactos lo que se nos presentan como el principal peligro. Mi (des)humanidad y la de los otros como la peor de mis pesadillas.
En un interesantísimo artículo en El País Daniel Innerarity escribe que para entender a una sociedad es más útil examinar sus temores que sus deseos. “Toda época de la historia se diferencia de las demás por haber conocido formas particulares de miedo, o mejor, por haber dado un nombre o un significado diverso a las angustias que desde siempre acompañan a la vida (…) La confrontación política se lleva a cabo entre los miedos ajenos que nos resultan extraños y los miedos propios que nos parecen evidentes. Y la estrategia política elemental consiste en agitar el miedo a que se hagan con el poder aquellos cuyos miedos despreciamos”.
“Hay conversación democrática allí donde, en vez de echar en cara a nuestros adversarios que teman cosas que nos parecen absurdas, tratamos de hacernos cargo de por qué pueden tener miedo a lo que juzgamos tan improbable”. Esa invitación a comprender y no agitar, a no utilizar o ridiculizar el desasosiego de los demás me parece de lo más inteligente que he leído en mucho tiempo. Aunque sólo sea por puro interés: enervar el temor del adversario acaba llevándolo a la violencia y a la destrucción de lo personal y de lo común. Usar el temor del otro es un arma de gran calibre, es jugar con dinamita. De ahí a la violencia y a la guerra hay solo un paso, como se está demostrando en Ucrania y en Gaza, y como nos ha enseñado la historia a través de la denominada “Trampa de Tucídides”.
Rafael Argullol suele definir al hombre como la suma de la esperanza más el miedo. Una dialéctica imparable en los dos extremos. ¿Pero cómo es posible alcanzar lo primero cuando nos atenaza lo segundo?
No es un tema nuevo. Ya nos lo advierten nuestros cuentos. En ellos aparecen los bosques como lugares idílicos. Te adentras en ellos maravillado. Pero inesperadamente, al oscurecer del día, las ramas y las raíces te enredan y se borran los caminos de vuelta. Y es entonces cuando aparecen los monstruos. Y entonces nos sentimos atrapados o perdidos. También en el mar o en la montaña. La misma sensación de belleza y grandeza que repentinamente se torna en temor y extrañeza. Algo o alguien sombrío tras la puesta del sol que nos hace olvidar que existen las estrellas y vendrá la aurora, que se calmarán las aguas o que podremos volver al hogar donde ya nos esperan.
En “Un descenso al Maelström”, el maestro de los cuentos de horror Edgar Allan Poe nos cuenta una historia inspirada en un gigantesco remolino marino que se origina cerca de la costa de Noruega. Un anciano que afirma no serlo cuenta su historia desde lo alto de un acantilado. Un día se hizo a la mar con sus dos hermanos pescadores y a causa de una tormenta imprevista quedaron atrapados en el temido vórtice precipitándose en giros en él como si se estuvieran desplomándose desde lo alto de una montaña. “Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar sus profundidades aún al precio del sacrificio que iba a costarme (…) A medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si mi curiosidad fuera en aumento (…) Mi corazón latió pesadamente pero no era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y emocionante esperanza”. Observando se dio cuenta que si se arrojaba al agua y se sujetaba a un barril ralentizaría su descenso. Eso le permitió sobrevivir al Maelström.
Tal vez nada ni nadie nos vaya a quitar nuestro miedo. Pero tampoco nadie nos va a impedir que hagamos un trabajo para que vaya creciendo en nosotros la esperanza. Y para ello tenemos que realizar un ascenso a las copas de los árboles para que viendo el cielo y el horizonte podamos ubicarnos y orientarnos hacia la salida de este bosque. Si conservamos capacidad de curiosidad y asombro, si atendemos a nuestro deseo y su límite para no caer desorientados, y si somos capaces juntos de mirar el miedo de cada uno con comprensión y con misericordia y abiertos a la posibilidad apenas intuida de un sentido para cada acontecimiento, quizá entonces, tengamos posibilidades de escapar juntos de este torbellino vertiginoso de temores en el que estamos envueltos.
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