Sobre la colina de Megido

Cultura · Fernando de Haro (Nazaret)
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1 septiembre 2015
40 grados a la sombra. En la parte alta de la ciudad de Megido la sombra de unas cañas es decisiva para el visitante. El sol cae inmisericorde sobre las piedras de la ciudad. Profundo es el pozo del tiempo en Megido. Como en ningún otro sitio. El suelo que pisas en la parte alta, en la parte más joven, es de la época de la destrucción del templo de Jerusalén, de la primera destrucción (587 A.C). Por debajo hasta 25 estratos de las diferentes ciudades que construyeron desde el calcolítico. 

40 grados a la sombra. En la parte alta de la ciudad de Megido la sombra de unas cañas es decisiva para el visitante. El sol cae inmisericorde sobre las piedras de la ciudad. Profundo es el pozo del tiempo en Megido. Como en ningún otro sitio. El suelo que pisas en la parte alta, en la parte más joven, es de la época de la destrucción del templo de Jerusalén, de la primera destrucción (587 A.C). Por debajo hasta 25 estratos de las diferentes ciudades que construyeron desde el calcolítico. Megido, la ciudad en la que según el Apocalipsis (Armagedón) tendrá lugar la batalla final entre el bien y el mal, tiene seguramente 7.000 años de antigüedad si no más.

En el cruce de caminos que hay que atravesar para llegar a Megido, un judío ortodoxo hace auto-stop. No parece importarle la temperatura. No parece tener calor y viste con tranquilidad su kipá, su sombrero de copa alta, sus pantalones negros y sus filacterias. La vestimenta centroeuropea se antoja una tortura en este verano mediterráneo. Es sábado. Galilea está tranquila. La muerte del segundo árabe víctima del ataque del terrorismo judío del pasado 31 de julio no ha causado especial agitación. Pero las piedras de Megido no son indiferentes a la violencia que dice actuar en nombre de la religión. Algunas de esas piedras, las últimas en llegar, las puso en su sitio Josías, y Josías, quizás el mejor rey de Israel después de David, sabía distinguir bien la diferencia que hay entre religión e ideología.

En Megido los palacios y los templos se suceden unos sobre otros. La intensa luz de agosto destaca los muros, los escalones, las caballerizas y los altares que se fueron levantando desde que se convirtió en una zona estratégica, zona de paso entre Egipto y Mesopotamia. Entre las dos grandes potencias del creciente fértil. Megido conoció el nombre de muchos dioses, de muchos reyes, de muchas formas de esclavitud. Las puertas de la época cananea están intactas. El suelo también. En un altar circular y debajo de él se ofrecieron sacrificios de animales, quizás de hombres, durante milenios. La forma de invocar al Misterio fue cambiando pero el deseo de expiación, el anhelo de romper el círculo del mal se expresó con tenacidad, casi con obsesión hasta el primer milenio A.C. Los ritos cambiaban sus formas, los sacerdotes sus vestiduras, las palabras de culto mudaban de lengua pero el impulso era el mismo. Los relatos de las teogonías se sucedían. Hasta el primer milenio A.C. En ese momento apareció un relato diferente. Cuando Salomón construye sobre Megido su templo la historia que empieza a contarse es la de Abraham, la ley que empieza a aplicarse es la de Moisés. ¿Pero era realmente un relato diferente? En aquella historia, que más tarde se pondrá por escrito y que se completará en el exilio, hay muchos de los personajes que habían aparecido en los relatos de Mesepotamia. También había un diluvio y un justo que sufría. La diferencia no está en los recursos literarios sino en el contenido.

Sobre la colina de Megido, a los que no somos expertos en teogonías nos resulta difícil distinguir el origen de una religión del origen de otra. Pero al mirar hacia el horizonte, al ver una plantación de maíz crecer bajo nuestros pies, al pensar en este calor, al que sucederá el otoño dulce, el frío del invierno y la exuberancia de la primavera, nos viene al corazón y a la cabeza una frase sencilla: todo está en orden, todo es bueno. Lo que cuenta para distinguir una forma de concebir a Dios de otra es el modo en el que te relacionas con la realidad. Y la frase ´todo es bueno´ no se había pronunciado hasta que a Megido no llegó el rey Salomón. Las nuevas megidos están en Londres, en Nueva York, en Pekín y en ellas difícilmente, al mirar hacia el horizonte, sus habitantes pueden decir que todo es bueno. El relato ya no se mantiene.

Y ahora viene la segunda pregunta. ¿Por qué el relato es diferente? Los sociólogos, los politólogos, los historiadores tendrán que hacer sin duda su trabajo. Marx y Feuerbach nos enseñaron a darles crédito a todos ellos y a sospechar de una sola de las explicaciones: la que el propio pueblo de Salomón daba. Pero no parece que a estas alturas podamos seguir con eso. No parece razonable rechazar a priori la explicación del cambio que se produjo en Megido dada por el propio pueblo de Israel: el relato, la mirada sobre el horizonte, cambió porque el Misterio se había decidido a intervenir. La diferencia se hizo tierna, gratuita, radical, estrepitosa a unos pocos kilómetros de Megido 1.000 años después. Lejos de palacios y templos, en una cueva de Nazaret. La diferencia se hizo humana para que el relato no se perdiera, para suceder instante tras instante.

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