Seréis como dioses

Cultura · José Luis Restán
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19 agosto 2011
Que el Papa hablara de aquellos que "se creen como dioses" y piensan no tener necesidad de raíces ni de cimientos fuera de ellos mismos ha causado incomprensión y escándalo en algunos. La verdad es que se trata de un tema eterno desde las primeras páginas del Génesis, y de gran actualidad. Es absurdo decir que Benedicto XVI ha arremetido contra los ateos. Muy al contrario, esta afirmación del Papa está en la base de nuestro sistema de libertades.

Todo hombre leal a su propia experiencia puede reconocer que no posee el fundamento ni la razón de sí mismo, y que no puede darse por sus propias fuerzas esa raíz. Hay unos bienes, unos valores que preceden a sus análisis, bienes ante los que debe inclinarse. Esto lo puede reconocer un creyente y un ateo (de hecho esta es la clave del famosos diálogo entre Habermas y Ratzinger). En este reconocimiento de que somos limitados y estamos abiertos a otra realidad (misteriosa), de que ninguno puede arrogarse la pretensión de ser absoluto y autosuficiente, se basa precisamente la posibilidad de señalar un límite al arbitrio de cualquier poder.

Ningún hombre o mujer, ningún grupo o institución y ningún Estado pueden pretender ser absolutos, ser como Dios. Eses es el fundamento cultural y moral de la democracia, que no en vano sólo arraigó en el suelo de la tradición judeo-cristiana. Un agnóstico o un ateo no tiene por qué sentirse agredido por esta reflexión del Papa. El sentido del propio límite, de la necesidad de una relación que nos sostenga y constituya, de una dignidad inviolable que precede a nuestros análisis, consensos y decisiones, es la base sólida para la convivencia de las diversas identidades presentes en una sociedad plural.

Precisamente este querer "ser como dioses" ha sido el verdadero Waterloo de la modernidad, donde se empantanaron sus mejores ideales y crecieron los totalitarismos que flagelaron al siglo XX. Esta negación de la apertura original del hombre, de su dependencia original, de su sed del Infinito, está en el corazón de la crisis de Occidente y Benedicto XVI presta un gran servicio con su denuncia. 

El Papa ha puesto el dedo en la llaga al entrar de lleno en la cuestión de la libertad y sus perversiones. Una libertad sin vínculos se vuelve evanescente, puro arbitrio, puro juego. Una libertad sin referencia a la verdad (trabajosa y lealmente buscada) se torna amargura ciega o prepotencia salvaje. Por el contrario la gran figura que el cristianismo pone sobre el tapete es la del hombre creado libre, a imagen de Dios, para que sea protagonista de la búsqueda de la verdad y del bien. El Papa se ha preguntado (ha preguntado a todos) "si no es este un suelo firme para edificar la civilización del amor y de la vida".

Lo mismo podemos decir de la magistral intervención en el Monasterio de El Escorial ante más de mil jóvenes profesores. La búsqueda de la verdad sin adjetivos es el signo más grandioso de lo humano y el mejor servicio a la libertad. Cuando el conocimiento o el gobierno prescinden de esta búsqueda, se asoman al precipicio del totalitarismo. Palabras duras pero verdaderas. El cristianismo no es un  pastel, sino la caridad en la verdad, que como la sal puede escocer en la herida. Lo vemos estos días. Pero de nuevo insistamos en que esta posición del Papa puede llamarse auténticamente "laica". Lo que nos une a todos (creyentes y no creyentes) en la construcción de la ciudad común es precisamente la búsqueda leal de la verdad. Eso no nos divide, sino que nos hace amigos y compañeros de aventura. En ese diálogo en búsqueda de la verdad, en ese testimonio recíproco de las razones de la propia experiencia, consiste la laicidad positiva, de la que Benedicto XVI ha vuelto a ser maestro estos días.

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