Se entrena la mirada con confianza

Cultura · Lucía Rodríguez
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9 diciembre 2025
Necesitamos un maestro que tenga la paciencia de detenerse contigo ante las cosas, que me tome la mano en el punto en el que me encuentro y haga, poco a poco, emerger la capacidad de mirar y de sorprenderme que me es propia.

Hoy he impartido mi primer seminario de Arte Medieval en la Universidad. Lo he llamado, con pretensiones, “Mirar las imágenes cristianas de la Edad Media: figuras y métodos”. Las sesiones, programadas para los viernes por la mañana, están pensadas como un ejercicio ante diferentes obras del Bode Museum: aprender juntos a mirar imágenes de la Edad Media cristiana que siempre funcionaron como objetos, dentro de prácticas litúrgicas, devocionales y sociales específicas. Los estudiantes han elegido su objeto entre un listado que les he proporcionado. También han tenido acceso a una bibliografía básica de la que partir para empezar a mirarlo, a interrogarlo, y presentarlo después delante de todos. Muchos de ellos vienen de fuera de Europa o, siendo europeos, no tienen ya la huella de la cultura cristiana y no conocen quién es Jesucristo, la Virgen o los discípulos –mucho menos relatos del Antiguo Testamento o hagiografías– y muestran dificultades para reconocer el contenido de las imágenes. El éxito de las cuatro horas dentro del museo cada viernes está dejado a la posibilidad de su libertad atraída: pueden asistir o no, tomarse o no en serio su presentación, pues este ejercicio carece de peso en la nota final.

Empiezo introduciéndoles a una de mis obras preferidas del Museo: el díptico de marfil con la entrega de la Ley a Moisés y la duda de Tomás, que es de cerca del año 1000. Empiezo pidiéndoles que describan los elementos, antes de lanzarse a tratar de identificar el tema o el significado de la obra. El descubrimiento del significado solo puede empezar por una mirada atenta a todos los particulares tallados en el marfil, que no deje ningún elemento fuera. Empezamos a desentrañar juntos el sentido ascendente de la composición, las inscripciones, lo extraño de que Moisés reciba la Ley dentro de una estructura arquitectónica que acoge la roca que figura el Sinaí, las columnas salomónicas, los dedos de Tomás entrando en la llaga de Cristo para creer en la Resurrección, los querubines, el pedestal arquitectónico, las túnicas estrelladas. “¡Las manos!” De pronto, un estudiante reacciona cuando empieza a ver cuál es el elemento esencial de las dos imágenes: las manos. La mano de Dios, enmarcada por el nimbo crucífero que adelanta la Encarnación en el Hijo, entregando las Tablas a Moisés. Moisés, recibiéndolas con ambas manos como un tesoro. Cristo desvelando su costado para dejarse tocar por Tomás. Tomás trepando para alcanzar a Jesús, apartando su túnica con una mano y penetrando su herida con la otra. La otra mano de Cristo, colocada en una posición forzada sobre su cabeza: dos manos de Dios nimbadas. Todo en las imágenes habla del tacto: a la Ley escrita por Dios con el dedo y recibida por Moisés se contrapone la posibilidad de tocar el cuerpo del Dios encarnado, glorioso tras la resurrección. Solo a partir de la primera descripción de las imágenes y de la constatación de las manos, empezamos a desvelar un denso y profundo contenido teológico que la imagen misma presenta en su ser imagen. La función litúrgica de las placas de marfil –posiblemente parte de la cubierta de un libro utilizada en el rito– es el último paso para entender su significado y uso en la Edad Media. Ante mi pregunta de para qué pudieron haber servido estas imágenes, una alumna saca el “manual” que todos hemos aprendido en el colegio, grave lastra historiográfica de una comprensión inadecuada de los términos en los que Gregorio Magno defendió las imágenes: “para enseñar el contenido de la Biblia a los que no sabían leer”. Les señalo su propia experiencia –llevan quince minutos empujándose unos a otros para hacerse a la vitrina y escrudiñar las placas de 23.5x10cm–, para que se les haga evidente que estas imágenes no fueran hechas para el gran público ni con una función pedagógica. Con este ejercicio inicial, intento que los estudiantes se den cuenta de que hay que conocer los textos pero, ante todo, hay que aprender a mirar y seguir las insinuaciones de la imagen. En ella está todo; ella contiene las preguntas esenciales para empezar a conocerla.

Sin prisa con el significado

Se suceden las presentaciones de los cinco primeros alumnos. Uno de ellos nos introduce a un sarcófago procedente de Roma, de alrededor del año 330/40. Es un sarcófago pequeño y la inscripción latina, nos cuenta el alumno, habla del pequeño de trece meses enterrado en él y del deseo de sus padres de que alcance la vida eterna. En el frente se suceden varias imágenes del Antiguo y Nuevo Testamento. El alumno empieza a describirlas: la adoración de los magos, una imagen del alma del niño orante, Noé construyendo el arca y…una escena que no logra identificar. Le pregunto dónde ve exactamente la escena de la construcción del Arca, pues Noé aparece dentro del arca-caja flotando sobre las arcas y recibiendo ya la paloma que anuncia el fin del diluvio. Intenta describirme elementos que no están en la imagen. Le pido que los señale. Volviendo a lo que hay en ella, se da cuenta de que representa otro episodio. Con la misteriosa imagen adyacente que no lograba identificar –el milagro de la roca de Horeb– se repite la misma dinámica. Los estudiantes no confían en su propia mirada: intentan llegar rápido a conclusiones para cerrar el misterio de lo representado, para acertar en el “quién es quién”. No es evidente la paciencia de confiarse a aquello que es objeto de la mirada; o mejor, hay una dificultad en confiar en la propia mirada. Describen una figura masculina de pie –Moisés– y otras dos pequeñas cabecillas, una encima de otra, junto a él. Les digo que les falta un elemento por describir sin todavía anticipárselo: el torrente de agua que toma la forma, en el extremo del sarcófago, de unas ondulaciones verticales. A él se aproximan las dos cabecillas a beber. Silencio absoluto, nadie lo describe. Tienen miedo de decir que ven unas extrañas líneas curvas. Pensarán que es defecto del material o un elemento ornamental en el borde del mármol. Después de un rato, tímidamente, una alumna se atreve a decir que hay “algo” que le recuerda al agua. Me doy cuenta de que es necesaria una audacia para decir lo que uno ve –a lo El traje nuevo del emperador–, una lealtad con la mirada, una honestidad con uno mismo, una falta de miedo a formular una hipótesis.

¿Qué permite no querer correr a cerrar el significado de la imagen del sarcófago y hacer el ejercicio de detenerse ante ella? ¿Qué miedo nos da, en el fondo, no acertar diciendo lo que vemos? ¿Por qué esta desconfianza hacia la propia mirada? Les intento insistir en que nunca puede haber error en decir lo que ven y logran percibir. Solo así empezaremos a desentrañar lo que está representado y cómo está representado –quizá de un modo al que ciertamente no estamos acostumbrados–, habituándonos poco a poco a un lenguaje visual específico. Este “entrenamiento” de la mirada solo puede partir de una confianza total en la capacidad del alumno para mirar: la vista funciona y está hecha para ver, la razón está hecha para abrazar todos los factores de la realidad. Quizá basta que haya alguien que tenga la paciencia de que esta evidencia pueda ir, poco a poco, emergiendo para los alumnos.

La última presentación viene con fuegos artificiales. La alumna ha captado el método: describe las imágenes de dos placas de marfil con respectivas Anunciaciones –una de alrededor del año 1000 y otra de comienzos del siglo XII – y nos formula las preguntas que se ha hecho sobre cada una. Nos muestra su desconcierto, por ejemplo, ante la Anunciación del año 1000: ¿qué hace Gabriel sin alas? ¿Qué hace María sin nimbo? ¿Por qué tiene lugar la escena en el exterior y por qué ese árbol exuberante entre los dos personajes? ¿Cómo podemos saber que se trata de la Anunciación a través de estos elementos narrativos? La compara con la placa eboraria de comienzos del XII: la irrupción del Espíritu Santo –y la cabecilla de Cristo en forma de ménsula– en el edificio que alberga a María, imagen de su seno habitado por el Verbo desde la respuesta al ángel. La arquitectura sobre la que se asienta la Virgen, como reina desde el trono, hace de ella el templum Dei. El ángel trae algo del Paraíso con él, pisando sobre un pavimento vegetal que contrasta con la arquitectura del trono de María.

Dos imágenes: economía de medios en una, barroquismo en otra; las dos ricas en figuración. Me sorprende la audacia de la alumna: no tiene miedo a decir que, lo primero que le ha venido a la mente al ver la primera imagen, es el pecado original. Una figura masculina y otra femenina flanqueando un árbol evoca inevitablemente la imagen del pecado de Adán y Eva. El tronco retorcido del árbol le recuerda a la serpiente. Rescatamos la verdad de esta primera intuición a partir del himno mariano medieval que contrasta la falta de Eva con el sí de la Virgen, expresado en el binomio Eva-Ave. María reabre el Paraíso cerrado por Eva. Si Cristo ocupa en la Anunciación del siglo XII el lugar que correspondería a la columna central, entre los dos arcos, en esta se hace presente a través del árbol de la vida. Por casualidad, estas dos placas comparten vitrina con las de la entrega de la ley y la duda de Tomás que habíamos analizado al inicio de la sesión. Solo así nos damos cuenta de que el tronco retorcido del árbol se hace también eco de las columnas salomónicas de la placa de Moisés, aludiendo de este modo al templo de Jerusalén. Un árbol arquitectónico, al fin y al cabo.

La paciencia del maestro

La alumna menciona también la profecía de Isaías sobre el vástago de Jesé para entender la presencia del árbol –“Pero brotará un renuevo (virga) del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor” (Is 11, 1-2)– y comentamos la identificación de la “virga” del tronco de Jesé con la “virgo” María. Si toda imagen de la Anunciación es una imagen de la Encarnación del Verbo, ¿cómo se hace plástico el Verbo en la imagen?, me pregunto con ellos. La pregunta me hace darme cuenta, solo entonces, de un detalle que había pasado desapercibido a mi vista: una rama nueva está brotando a la altura de la mitad del tronco del árbol, en el nivel del seno de María. ¿La profecía que se cumple, la vida que comienza en el instante de la Anunciación? Me entusiasmo con esta intuición y doy las gracias a la alumna: me ha hecho ver más. Muchas veces, una mirada atenta, apasionada, sobre la realidad, te la devuelven los propios alumnos. Horas después, volviendo a mirar la placa eboraria, me doy cuenta de que otra mujer y otro hombre, la Virgen y san Juan, se encontrarán bajo la cruz de Cristo, que la exégesis identifica como lignum vitae e, incluso, con la madera del mismo árbol del Edén. La rama a la altura de la mitad del tronco podría, entonces, no solo insinuar el nacimiento del vástago de Jesé, sino también su futura muerte: una herida infringida al árbol, eco de la llaga del costado de Cristo de la que nace la Iglesia al emanar de ella sangre y agua. Pecado original, Templo de Jerusalén, cumplimiento de la profecía de Isaías y futura crucifixión: todo está presente en esta imagen que hace del árbol la figura de Cristo.

Salgo llena museo llena del deseo de tener siempre un maestro que tenga la paciencia de detenerse conmigo ante las cosas, que me tome la mano en el punto en el que me encuentro y haga, poco a poco, emerger la capacidad de mirar y de sorprenderme que me es propia.

 


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