Reentrada: entre la bioquímica y la filosofía zen
“Ok Google”. El chatbot del teléfono móvil se enciende inmediatamente. De hecho, últimamente es casi imposible decir la palabra ok sin que el todavía rudimentario mecanismo de reconocimiento de voz se ponga en marcha. “Ok Google, empieza el curso. ¿Qué puedo desear en esta reentrada, qué me recomiendas tú que has leído todos mis correos electrónicos, tú que sabes cuánto tiempo empleo en ir y volver del trabajo, tú que has analizado todas mis búsquedas en los últimos meses, tú que conoces mis “me gusta” en Facebook y el uso que he hecho de Twitter? ¿Cómo me va a afectar el proyecto de independencia de Cataluña al que le falta menos de un mes para llegar a la fecha fijada? ¿Qué crees que me convendría hacer antes las elecciones alemanas? ¿Crees que una victoria amplia de Merkel, como la que se espera, puede afectarme personalmente? ¿Tras la victoria de Macron, una contundente victoria de Merkel, me permite esperar que el modelo europeo que sabes que tanto me gusta se consolide y supere la amenaza del populismo? ¿Cómo va evolucionar el desgaste de Trump? ¿Puedo esperar razonablemente que las instituciones estadounidenses lo terminen aislando? ¿Y de mí qué me dices, Google, qué me dices de esos propósitos que me he hecho en los días de descanso? ¿Te parecen bien? ¿Crees que pueden darme un poquito de esa satisfacción que tanto deseo? ¿O debería abandonarla? Vamos Google, si yo tuviera una décima parte de los datos, una centésima, sobre el mundo y sobre mí mismo que tú tienes sabría responder con claridad a todas esas preguntas”.
El chatbot emite la señal de que está pensando. “Lo siento, todavía no estoy preparado para responder a estas cuestiones”. La voz suena dulce y en el “todavía” hay un acento de esperanza que invita a intentarlo de nuevo.
“Ok Google”. “Vamos a simplificar. De la política ya hablaremos otro día. Quédate con la última pregunta. No te voy a explicar que cada comienzo de curso, cada reentrada, despierta en nosotros los humanos la nostalgia de que las cosas vuelvan a empezar. Sé que el algoritmo todavía no está muy desarrollado para la empatía, para procesar la información relacionada con las cuestiones de autoconciencia, de sentido. Vayamos a lo esencial: ¿con las metas que me he marcado podré conseguir una pequeña dosis mayor de satisfacción este curso?”.
Silencio. Google está pensando. “Lo siento, todavía no estoy preparado para responder a esa pregunta pero puede consultar nuestro buscador”.
Todavía no. Pero pronto ese u otro chatbot le preguntará a su interlocutor si quiere una respuesta sincera. Y una vez que tenga la contestación afirmativa explicará, con los datos disponibles, que en realidad el grado de satisfacción y de insatisfacción generalmente varían poco. Que, según los últimos estudios, los niveles subjetivos de bienestar en Estados Unidos y en Japón del presente y los de 1950 son los mismos, a pesar del progreso y de los muchos propósitos, cumplidos, de muchas personas. Y explicará que en realidad esa satisfacción que busco, según los últimos estudios relacionados con las ciencias de la vida, es un fenómeno bioquímico que es irresoluble porque estoy programado genéticamente para ir de la ansiedad al aburrimiento, de la persecución de un objetivo al tedio una vez logrado. Y añadirá además que, según los últimos descubrimientos neurológicos, no puedo hacer nada ante esa situación porque no soy libre. Mi yo no existe. El posthumanismo mismo ha puesto de manifiesto que es una ficción. No hay más que neuronas. “¿Qué puedo entonces hacer si para mi desgracia sigo pensando que tengo un yo irrepetible que se niega a fundirse en la nada?”. Preguntaré a un chatbot mucho más inteligente que los actuales en la reentrada de dentro de diez años. Y ese chatbot me explicará que tengo dos opciones para no quedar aprisionado por esa pulsión de buscar una satisfacción más plena, esa pulsión que los humanos llaman deseo y que, a pesar de los múltiples intentos por frenarlo, se alimenta incluso de los fracasos. Una solución es amañar el sistema bioquímico. De hecho, es lo que ya hacen muchos estadounidenses, es la llamada “epidemia de los opiáceos”. Pueden ser legales o ilegales. Otra solución, de momento menos tóxica, es adoptar la filosofía zen, dejar de desear, acallar ese desequilibrio evolutivo que me impulsa a buscar la satisfacción.
Esa podría ser la respuesta de un algoritmo de inteligencia artificial dentro de diez años o de menos. O quizás solo sea la respuesta de algunos de sus programadores que profesan desde ya lo que algunos denominan “la religión del datismo”.
Interesante reto para la reentrada el que ponen los profetas del datismo. Reto muy concreto. ¿El yo existe o es una ilusión? ¿El deseo es solo una trampa bioquímica de la evolución?