¿Qué le pasa a la democracia española?

Cultura · Álvaro Delgado Gal
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3 abril 2013
Por su interés www.paginasdigital.es  reproduce la crítica del director de la ///http://www.revistadelibros.com///Revista de Libros/// al último libro de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido.

Durante los años ochenta, los interventores se pasaron en masa a la inspección. El motivo fue la descentralización administrativa: las Comunidades Autónomas implantaron -o no implantaron- sus propios sistemas de control. Aparte de esto, el Estado, al nivel que fuere, se mostró renuente a someterse a las disciplinas contables. Objetivamente, la corrupción, a la que, cuando pudo, se sumaría la derecha política, adquirió articulación, complejidad y sistema con el PSOE. La derecha política de primera hornada, esto es, UCD, estuvo harto ocupada con el Ejército, el terrorismo y una inflación galopante. UCD estallaría al cabo de un tiempo, como un ánfora al estrellarse contra el suelo. Recogería los añicos el antiguo jefe de la censura franquista, un hombre construido para no ganar las elecciones en la España nueva, y la derecha se tiró trece años largos en la oposición. La democracia, tal como la conocemos ahora, es hechura, sobre todo, del socialismo. La supresión de los controles que tanto impresionó al joven Muñoz Molina no sólo fue clave en la generación de clientelas y la corrupción concomitante. Fue a la vez una señal, o un anuncio, de aculturación política.

En realidad, y ése fue uno de los dramas del franquismo, no existía una cultura política de izquierdas en sentido estricto. Solo había existido, durante la dictadura, el equivalente de lo que fue una política ilustrada radical durante el reinado de Luis XV en Francia: cierta gente decía ciertas cosas, las editoriales más vivas publicaban determinados títulos, el lenguaje, en la universidad, se había hecho marxista. No había, sin embargo, gente de izquierdas en el poder y, por tanto, no había, no podía haber, una política de izquierdas. Prosigo: si bien no existía una política de izquierdas, existía una mentalidad de izquierdas, con sus valores, sus prohibiciones, sus imperativos categóricos. Y esto, como recuerda Muñoz Molina, se acabó casi por ensalmo, al calor del poder y de una aceptación improvisada y, en el fondo, oportunista, oportunista por no discutida ni sentida, de las actitudes menos incompatibles con lo que por entonces, si no me engaña la memoria, empezó a llamarse «gobernanza». ¿Habría sido mejor que el PSOE no hubiese renunciado al marxismo poco antes de ganar las elecciones? No, habría sido peor. Pero lo mejor trajo consecuencias, que ahora estamos pagando amargamente. Sucedieron más cosas. En Andalucía, la tierra de Antonio, donde los socialistas han mandado desde que existe democracia en España, se verificó una rapidísima simbiosis con las clases propietarias y las tradiciones nominalmente conservadoras.

La desnaturalización, contemplada desde la derecha, ofrece un perfil distinto. Es un hecho que la gran mayoría de los políticos de UCD acabaría militando, con grados diversos de responsabilidad, en el PP, surgida como una geminación de AP. Aun así, entre los dos partidos, el de Suárez y el de Aznar, se abre una distancia moral enorme. UCD fue imprescindible en el asentamiento de la democracia, e imprescindible también como tránsito o medianil entre ésta y el PSOE. Tras el largo letargo de AP, el objetivo y misión principal del PP consistió en devolver la derecha al poder. No creo que, al revés de lo que ocurrió con el PSOE, el PP hiciera grandes concesiones ideológicas. El motivo no fue un exceso de principios, sino, más bien, una extraordinaria labilidad en materia de doctrina.

La derecha se adaptó al terreno con la mentalidad y el espíritu de sacrificio, y también la avidez, de un colono que no tiene más remedio que sobrevivir en un territorio desigual y áspero. Hizo malas y buenas cosas, pero no consiguió comunicar su temperatura moral a la democracia. La normalidad democrática se acabó con los atentados de Atocha. Hace de esto poco menos de diez años. Desde entonces, la democracia ha perdido vigor institucional y arraigo en los corazones. Han seguido creciendo, vegetativamente, las prácticas corruptas de compra del voto.

La euforia económica encubrió la decadencia institucional y la insignificancia extraordinaria de un líder que llegó a ganar la secretaría del Partido Socialista y dos elecciones generales. Pero se había roto un resorte. Se había roto seriamente. La crisis económica ha puesto las cosas al desnudo, no originado una crisis política que estaba ya latente. De hecho, las encuestas del CIS empezaron a registrar un desvío popular hacia la clase política cuando aún duraba la época de vino y rosas. Por razones que se le alcanzan a cualquiera, pero que Muñoz Molina no podía anticipar cuando redactó su texto, la situación se ha degradado aún más durante los últimos meses. No sabemos en qué concluirá el caso Bárcenas. No sabemos si se partirá el PSOE.

¿Cómo explicarse, en términos académicos, la pobre deriva de nuestra democracia? Estimo que, en rigor, el análisis es complicado, porque la crisis institucional, con distintos grados de virulencia, afecta en gran medida a toda Europa. El espectador con afán de exactitud oscila entre las teorías generales, referidas variables o magnitudes asimismo generales, y lo que le sugieren las tradiciones y prácticas de su solar patrio. Sin ninguna duda, se ha corrompido el Estado Benefactor, que empezó siendo un instrumento precioso de equidad social y ha terminado por complicar su función primitiva con la propensión de los partidos a crecer inventando fines para dotarse de medios.  El proceso está perfectamente estudiado por la Teoría de la Elección Pública. The Calculus of Consent, de James M. Buchanan y Gordon Tullock, dos economistas importantes, se publicó en 1962, y aún puede leerlo con provecho quienquiera que esté interesado en comprender parte de lo ocurrido. Está, además, el hecho de que los sistemas parlamentarios, transcurrido un tiempo, tienen la costumbre de degenerar. La única excepción hasta la fecha, y ya veremos, es la Gran Bretaña. La combinación de ambos fenómenos, el económico y el parlamentario, puede minar seriamente la estructura civil de un país, y provocar reacciones portentosas. Lo demuestra Italia, la cual acaba de dividirse, en las últimas elecciones, entre un político convencional sin demasiada presión (Bersani), un hombre con sesgos delincuenciales (Berlusconi) y un cómico (Beppe Grillo). Beppe Grillo, por cierto, es la primera demostración objetiva de que el movimiento de los indignados va en serio. Dice exactamente lo mismo que decían los chicos del 15-M.

Creo que la sociedad española -y la europea- de este comienzo de tercer milenio es irreversiblemente más pacífica que la de la década que precedió a la Segunda Guerra. No existe lucha de clases, o se encuentra muy atenuada; la gente vive infinitamente mejor, y el comunismo mesiánico no se apresta a la conquista del mundo ni los fascismos se preparan a hacer otro tanto. Desde finales de los cincuenta, los españoles empezaron a cambiar, aunque el Régimen siguiera inmóvil. De lo que sí puede hablarse es de decadencia institucional y, por simpatía, de decadencia social. Hace treinta y cinco años, las elites sabían hacia dónde ir. Esa claridad ha venido a menos o se ha debilitado, y la praxis política, como sucede con todo lo que está estanco, se ha maleado. Sobre el agua detenida crece la flora que se alimenta de elementos en descomposición: se han desorganizado las conductas y las palabras. Sería injusto, no obstante, ignorar que el país ha aumentado de tamaño en los términos que manejan las agencias internacionales: renta per cápita, capital disponible, ilustración media.

Este texto en un extracto del artículo completo que está disponible ///http://www.revistadelibros.com/articulos/la-democracia-naufragada///aquí///.

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