¡Qué espectáculo!

Mundo · José Luis Restán
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13 octubre 2012
La necesidad es hoy mayor que hace 50 años porque eldesierto se ha extendido, se ha difundido el vacío. Pero ¿necesidad de qué? Delo mismo que movió apasionadamente a los padres conciliares: comunicar la fe alhombre contemporáneo que porta consigo dudas, extravíos, prejuicios yoscuridades, pero que sobre todo sigue sediento del Dios vivo y verdadero, delsentido y el destino de su aventura humana. 

La semana ha sido sencillamente impresionante. Cabepreguntarse de dónde saca el Papa esta energía, esta luz al tiempo suave ycortante, alegre sin triunfalismo, humilde y segura al mismo tiempo. Su formade relatar el Concilio despeja de un plumazo tanta costra banal, tanta niebla ytanta palabrería. No ha existido ruptura alguna en estos cincuenta años de singladuraeclesial.  El cristianismo está marcado afuego por la presencia del Dios eterno que ha entrado en el tiempo,  por eso es siempre nuevo, "como un árbol enperenne aurora, siempre joven".

Esta actualidad de la fe (el sentido profundo de la palabra aggiornamento, consagrada por JuanXXIII, y a la que Benedicto XVI no hace ascos) expresa la continua vitalidad dela Iglesia. No se trata, como entendieron algunos, de reducir la fe y adaptarlaa las opiniones de los tiempos, sino al contrario, "introducir el hoy denuestro tiempo en el hoy de Dios". De eso se trataba entonces, de eso se trataahora en unas coordenadas históricas nuevas. Es verdad que los padresconciliares se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno, peropudieron hacerlo sólo en la medida en que estaban profundamente arraigados enla fe apostólica. Porque sin ese arraigo, lo hemos visto clamorosamente, el diálogose transforma en mera disolución, en asunción de la mentalidad del tiempo… y sila sal se vuelve sosa, ¿quién la salará? De ahí la necesidad invocadareiteradamente por el Papa en esta semana inolvidable de volver a la "letra"del Concilio que expresa la conciencia verdadera de la Iglesia, despojada dehipotecas y lecturas ideológicas. De ahí la urgencia de que el Catecismo de laIglesia Católica sea el instrumento maestro para educa r al pueblo cristiano enel hoy que nos toca vivir.

De nuevo hemos visto estos días la alegría sin doblez de esepueblo. Como dijo Benedicto XVI a los miles de jóvenes convocados por la AcciónCatólica en una vigilia cuajada de luces, "ahora nuestra alegría es quizás mássobria, más humilde", porque es consciente de las dificultades y trabas delcamino: del viento que sopla desde fuera y amenaza con hundir la barca, y de lacizaña que crece en el campo de la Iglesia. Tanta ha sido la apretura que aveces, confesaba el Papa, "hemos pensado que el Señor dormía y se habíaolvidado de nosotros".  

Pero todo esto es sólo una parte de la historia, y no laprincipal. Lo decisivo es que pese a nuestros temores el Señor no estabadormido. La fuerza del Espíritu no ha dejado de trabajar, pero a su modo, nosegún nuestras pretensiones.  Bellísimamenteel Papa explica que "la llama del Espíritu Santo no es un fuego devorador, esuna llama de bondad y de verdad, que da luz y calor". Y así hemos visto crecerpor doquier la novedad: los nuevos carismas, el protagonismo de los jóvenes, lanueva responsabilidad de los laicos, la guía apasionada de Juan Pablo II que hadado a la Iglesia un nuevo relieve histórico, la capacidad inmensa de BenedictoXVI para decir la fe y mostrar su fruto humano en los areópagos de laposmodernidad.                   

"La memoria del pasado es preciosa, pero no es un fin en símisma", ha dicho el Papa a los obispos de todo el mundo llegados a Roma. Hoycomo ayer el amor de Cristo nos apremia, el corazón sediento de los hombres nosreclama. Así pues la Iglesia no puede recrearse en la nostalgia, estáirremisiblemente lanzada al futuro.  Losdesiertos contemporáneos (basta tomarse un café o encender la televisión) hacenmás ardiente la sed de los hombres y mujeres de esta época que nos toca vivir,aunque a veces la expresen de un modo que nos espanta. Deberíamos entender esteAño de la Fe como  una peregrinación enestos desiertos, "llevando  solamente loque es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas… sinoel evangelio y la fe de la Iglesia". Pero sólo quienes estén determinados porla fe y arraigados en la tierra de la Iglesia osarán adentrarse en esos desiertospara ofrecer el testimonio de su vida cambiada, de su humanidad plena y gozosaaun en medio de la tormenta. Sólo ellos, a fin de cuentas los santos, puedenintroducir "el hoy eterno de Dios en el hoy de los hombres de nuestra época".  Hemos visto a Pedro enseñar al pueblo, ¡quéespectáculo! 

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