¿Por qué un libro no basta para darnos la felicidad?

Cultura · Cecilia Ricci
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16 enero 2014
Existe una forma de memoria que es portadora de libertad. Esta es en extrema síntesis la gran lección de George Steiner, gran poeta hebreo de la cultura occidental crepuscular, “el último de los europeos”, como le llamó Amit Majmudar.

Existe una forma de memoria que es portadora de libertad. Esta es en extrema síntesis la gran lección de George Steiner, gran poeta hebreo de la cultura occidental crepuscular, “el último de los europeos”, como le llamó Amit Majmudar.

Lector incansable de los clásicos de la tradición humanista occidental, Steiner siempre fue enemigo de especializaciones y de las rígidas clasificaciones de moda en los estudios humanistas. Por lo demás, su vasta producción, que afronta con la misma agudeza crítica el significado de las grandes obras del teatro clásico y de la literatura (“Antígonas”, “La muerte de la tragedia”, “Tolstoi o Dostoievski”), y que se adentra en las cuestiones más espinosas de la política internacional y en el debate sobre la teoría estética (“Presencias reales”, “Lenguaje y silencio”, “Pasión intacta”, “Los libros que nunca he escrito”), hace imposible encasillarlo dentro de los límites precisos de una determinada escuela de pensamiento.

Steiner se inserta perfectamente en el surco de la tradición hebrea (aunque secularizada) en la medida en que defiende del carácter “textual” de la identidad. En otros términos, para Steiner existen clásicos (como la Biblia, los poemas homéricos, las obras de Shakespeare, Kafka, Dostoievski, Joyce y tantos otros) que captan directamente la verdad de las experiencias que los hombres viven. El repertorio total de la sensibilidad occidental, de las experiencias universales de la muerte, del dolor, de la alegría, hasta las sombras íntimas de paisajes interiores e inaccesibles, ha sido en su opinión “reformulado” por los clásicos.

«Después de Van Gogh los álamos arden, después de Klee los acueductos andan» (Pasión intacta). En “Lenguaje y silencio”, Steiner escribe: «Quien haya leído “La metamorfosis” de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta». Nuestra identidad se ve por tanto re-leída y forjada por los clásicos.

Esta capacidad de “refiguración” sólo es posible porque las grandes obras maestras están habitadas por una “verdadera presencia”, la de un significado siempre excedente. Steiner se ha pasado toda la vida defendiendo y “testimoniando” en el ámbito estético el encuentro con esta presencia. Sólo gracias a ella podemos dar razones de todo nuestro gusto literario. Por eso Steiner define la experiencia de gozo estético, ese éxtasis que nos sorprende al leer una poesía, escuchar una pieza de Bach o contemplar un cuadro, como el “impacto de la correspondencia”, el encuentro inesperado con alguien o algo que colma nuestra inconsciente espera.

En “Presencias reales”, afirma: «el texto, la estructura musical, el cuadro o la forma satisfacen expectativas y necesidades que no conocíamos. Esperábamos algo y no sabíamos que existía, que nos pudiera completar». Todo hombre, dice Steiner, «ha conocido esta entrada espontánea e inesperada de un huésped irrevocable». Pero el hebreo Steiner va más allá y recurre a la carnalidad del cristianismo y de sus categorías para captar la dinámica de este encuentro con la Presencia. Por eso, la “visitación” inesperada asume las características de la Anunciación y del milagro eucarístico, los dos acontecimientos que nos recuerdan que somos “mónadas perseguidas por un deseo de comunión”.

De la excepcionalidad de este encuentro sólo puede madurar la gratitud. En el fondo, parece decirnos Steiner, es un asedio que siempre hemos esperado; viene en auxilio de la “extrañeza ante nuestra condición”, sin mitigarlo, más bien exacerbando la percepción de ser una “tierra ignota” para nosotros mismos. En esta gratitud se esconde el inicio de la verdadera libertad. De hecho, en el acontecimiento del encuentro con la Presencia escondida en la obra, el lector es libre de aceptar o no su potencia comunicativa. Tiene “derecho” a permanecer sordo, indiferente, oponer “el vacío de la percepción ante la obra”. Pero ese, como explica Steiner, es el “derecho absoluto de aquellos que están privados de libertad”, porque la verdadera libertad nace de una gratitud dispuesta a acoger. “Allí donde la seriedad se encuentra con otra seriedad, la exigencia con otra exigencia (…) allí donde el arte y la poesía (…) encuentran el potencial receptivo de un espíritu libre, sucede lo más cercano posible de una realización existencial de la libertad”.

Custodiar celosamente el propio pasado literario, artístico, musical, hacer memoria, significa abrirse a la posibilidad de este milagroso encuentro con la “verdadera presencia”, cuyo mayor don es el sentido de profunda gratitud que abre paso a la verdadera libertad. Además, este encuentro es plenamente estético. Si la “presencia” de la que habla Steiner asume los rasgos de una entidad misteriosa, de un plus que hace “significativa” en último término a cada obra, su valor queda circunscrito al plano cultural. En otros términos, la apuesta sobre la trascendencia o la “verdadera presencia” del sentido sigue siendo una hipótesis útil para el desarrollo del arte pero no incide realmente en la existencia y no limita la crudeza de la historia.

La barbarie del siglo XX es expresión del fracaso del ideal humanista, el signo tangible de una promesa traicionada porque el anuncio estético de la “verdadera presencia” no consiguió detener la violencia de la historia. La respuesta de la crítica vive de una connatural impotencia ética. Quizá sea precisamente esa debilidad del arte lo que lleva a Steiner a oscilar continuamente entre la idea de “verdadera presencia” y la de “hipótesis de sentido”. Como afirma en “La barbarie de la ignorancia”, la apuesta por la trascendencia es “un salto hacia lo que no se puede probar, es sólo una hipótesis: podría no existir esta confirmación”.

Hay una profunda grieta en el pensamiento de Steiner: la obra creada no tiene nada que ver con la existencia humana donde lo que está en juego es mucho más. Si en el ámbito artístico aún puede valer la idea de una hipótesis de sentido que apuntala todo el edificio artístico, frente a la fatiga concreta del vivir se desmorona cualquier presencia que mantenga sólo un carácter hipotético. No basta la “hipótesis” de un Sentido y los contornos de la “verdadera presencia” se esfuman en la dirección del “peso insoportable de su ausencia”.

Apoyada sólo en la dimensión “cultural”, la Anunciación de Steiner carece de promesa, el milagro eucarístico es incapaz de salvación. Qué tipo de memoria puede ser la que por una parte considera a Homero, Shakespeare, Heidegger, Bach como pilares de la cultura occidental y por otra termina reduciéndolos a un refugio donde reponerse de la crudeza de una historia injusta. Qué tipo de libertad puede nacer de una alegría tan efímera como la del placer únicamente literario y estético.

Lo que esperamos es el abrazo de otra “presencia”. Algo que comenzó en una gruta en Belén y que nos sostiene para soportar la fatiga cotidiana y vencer nuestro mal. Sólo en virtud de esta Promesa que abraza el deseo del hombre es posible hablar, en menor medida, del “impacto de la correspondencia” provocado por las grandes obras maestras de la cultura occidental.

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