¿Por qué todo puede ser ocasión?

Mundo · Federico Pichetto
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2 octubre 2018
Delante de los discípulos, que se alarman por los desconocidos que usan el nombre de su maestro para realizar milagros, Jesús se muestra libre y desarmado, y les invita a ir más allá de los bandos y reconocer en esos milagros el signo de la benevolencia del Padre. Esta libertad interior la ha señalado el Papa para indicar –en el Ángelus del domingo– una actitud radical, una posición revolucionaria que está muy lejos del corazón de muchos pero que resulta decisiva para el camino humano de cada uno: la apertura última del corazón a algo que no es nuestro, a lo que no viene de nosotros, a las sorpresas de Dios.

Delante de los discípulos, que se alarman por los desconocidos que usan el nombre de su maestro para realizar milagros, Jesús se muestra libre y desarmado, y les invita a ir más allá de los bandos y reconocer en esos milagros el signo de la benevolencia del Padre. Esta libertad interior la ha señalado el Papa para indicar –en el Ángelus del domingo– una actitud radical, una posición revolucionaria que está muy lejos del corazón de muchos pero que resulta decisiva para el camino humano de cada uno: la apertura última del corazón a algo que no es nuestro, a lo que no viene de nosotros, a las sorpresas de Dios.

La comunidad cristiana en Occidente está actualmente impregnada de un nuevo sectarismo, una incapacidad última para percibir y acoger el bien que proviene del otro. Es como si el diálogo entre cristianos estuviera construido sobre la búsqueda del error del otro, impugnando esta o aquella doctrina para demostrar una incoherencia, una herejía, que solo puede condenarse con la exclusión de la comunidad o del grupo de los que son creíbles.

La cuestión es que esta actitud no proviene de un defecto del sistema propio del cristianismo, sino de una humanidad que todavía no está educada del todo, por una última resistencia ante el don de la fe. De hecho, toda cerrazón esconde un miedo, el miedo a perder algo, a verse expropiados de algo que percibimos como nuestro, sin lo cual nos sentimos perdidos, irreconocibles. La raíz definitiva de todo esto es la pereza, el antiguo vicio capital que deja a los hombres parados, sin aceptar hacer un camino, considerando lo que poseen como más importante que lo que aman.

La libertad interior de la que habla Francisco es por tanto una pobreza de espíritu integral, que nace de la conciencia de que nada es nuestro, que todo es recibido y podría desaparecer. Por eso el Papa ha rezado en el Ángelus mostrando su cercanía al pueblo indonesio en un momento en que, ante la indiferencia colectiva, sufre un gran duelo a causa de los desastres naturales. Porque no existe contradicción entre la pobreza que pide el Evangelio y conciencia de que toda nuestra riqueza, aunque aparentemente nos la quiten, será devuelta, donada de nuevo.

El Papa pide a la Iglesia que entre en la lógica de la cruz. Disponibles a dar la vida –todo lo que es nuestro y está vivo– con la conciencia de que todo nos será misteriosamente devuelto, con la conciencia de que la misericordia es la última palabra sobre la existencia. Una palabra para la cual no hay excusas. De hecho, todo lo que se defiende es, según esto, el residuo de un poder, de una posesión, que aridece la vida y condena al hombre a la insatisfacción, a un continuo y rencoroso resentimiento que todo lo transforma en lamento, que mortifica el deseo y aleja cualquier posible gusto de vivir.

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