Pólvora mojada

Mundo · José Luis Restán
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23 abril 2008
El jesuita Martín Patino, uno de los hombres fuertes de la Iglesia española en la época del cardenal Tarancón, escribe esta semana un largo artículo en El País en el que desarrolla la eterna cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el poder político en España. En el artículo no faltan aportaciones lúcidas y ponderables, lo que sucede es que todo está al servicio de una crítica tan miope como injusta, dirigida contra "ciertos prelados", léase contra la guía efectiva de la Iglesia en España durante la borrascosa etapa de la primera legislatura de Zapatero.

La requisitoria del otrora protagonista de la conducción eclesial en tiempos de la Transición acusa a los obispos de traspasar la línea evangélica y salirse del cauce de la Tradición católica, al recomendar la desobediencia civil, abrir procesos de intenciones sobre leyes promovidas por un gobierno laico y apoyar a los que desacreditan al poder constituido. Mucha pólvora gasta Martín Patino, pero a la postre, pólvora mojada.

Lo primero que sorprende en el artículo es una especie de reverencia hacia el poder constituido que tiene poco que ver con el sobrio respeto que la Tradición católica siempre le ha dispensado, desde la época de los césares hasta las modernas democracias occidentales. Por supuesto, los cristianos han rezado siempre por los gobernantes aunque fuesen malvados y han acatado el poder legítimo aunque sancionase leyes injustas, pero de ahí a postular una especie de sumisión silente, una neutralidad respecto a la orientación moral de la política o una pasividad frente a la injusticia, va un largo trecho. Y sorprende que precisamente alguien que se adorna con la vitola del progresismo (tirando al centro, eso sí) sea precisamente quien postule una Iglesia tan acomodada. ¿O quizás no es tan sorprendente? 

Para afear su conducta a "esos prelados", el articulista los confronta nada menos que con la Declaración Colectiva del episcopado español de 1931, en la que los obispos mostraban su acatamiento a la República y pedían a los católicos españoles una actitud de sana colaboración, recordando las exigencias de la caridad y advirtiendo frente a desmesuras y esquematismos. Bien está que se recuerde esa actitud del episcopado español ante el régimen republicano, especialmente en un medio como el que acoge con frecuencia la firma de Martín Patino, en el que resulta de buen tono dibujar una Iglesia energúmena y antidemocrática, que con su actitud habría abonado la contienda civil. Ahora bien, la comparación tiene más trampas que una película de chinos. En el 31 se atisbaba ya el huracán que abatiría sobre el catolicismo español inmediatamente, y los obispos no hicieron otra cosa que recordar la mejor doctrina católica en relación con el poder político, sin renunciar jamás a defender la verdad y los derechos de la Iglesia. Afortunadamente en el siglo XXI gozamos de una democracia asentada, y los católicos pueden concurrir libremente en el debate público sin riesgo de perder la vida y la hacienda. Comparar una cosa con la otra resulta tramposo, y por otra parte en aquellos tiempos el mundo católico español se dotó de instrumentos públicos muy fuertes para su presencia social, como el periódico El Debate o la propia CEDA, y no creo que pueda sostenerse con solvencia que el episcopado "estaba desaparecido".

Pero historias aparte, lo que no puede sostenerse es que el episcopado español haya sido desleal con el ordenamiento democrático durante el período 2004-2008. Criticar con dureza, pero siempre con razones accesibles a todos, actuaciones como la disolución jurídica del matrimonio, la asignatura de Educación para la Ciudadanía o la legislación que permite experimentar con embriones humanos no es deslealtad sino una forma de contribuir al bien común. No está escrito que el estilo evangélico tenga que ser melifluo, sino más bien que con frecuencia actúa como la sal en la herida, y eso es lo que ha sucedido en España. No puedo creer que un observador tan experimentado como Martín Patino no advierta el riesgo de un laicismo agresivo para la convivencia democrática, así como la necesidad de articular un sólido discurso público que lo haga frente. En su reciente viaje a los Estados Unidos, Benedicto XVI ha pedido a los obispos de ese gran país, que algo sabe de democracia, que promuevan una nueva cultura católica integral, que intervengan con su voz libre en el discurso público y que denuncien aquellas legislaciones que no respetan la dignidad humana. Por cierto, lo hacen con frecuencia, y nadie se escandaliza en Washington.

Todo lo dicho no empaña el hecho de que la primera y principal misión de la Iglesia consiste en evangelizar. Por lo tanto es una misión de anuncio, de discernimiento, de educación y de construcción social. Y ésa es una tarea que no se puede aparcar y que requiere las mejores energías del cuerpo eclesial, sea cual sea el sesgo del gobierno de turno y sea cual sea la hostilidad ambiental. En eso Patino dice verdad, porque la denuncia de los desmanes del poder no debería distraernos demasiado de lo que más urge y de lo que es más duradero y de fondo. Creo que los obispos españoles están en ello, como creo que, más allá de formas y estrategias coyunturales, que siempre se pueden pulir a la vista de los resultados, han afrontado con realismo y valentía una etapa bien difícil de nuestra historia reciente. Lástima que alguien tan baqueteado en tareas de gobierno se muestre tan ciego para comprenderlo.

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