Pagan justos por pecadores (segunda parte)

España · Antonio Amate
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14 marzo 2012
En el primer artículo que dediqué a la reforma laboral hice una valoración muy negativa de esta medida para los intereses de todos los trabajadores, de los que están empleados, y de los que buscan empleo. Esta norma es perjudicial para el conjunto del país porque compromete la paz social, devalúa y degrada gravemente las condiciones del trabajo y finalmente fomentará aún más la desigualdad social y la conflictividad.

Es relativamente sencillo un diagnostico de la Gran Recesión en España. La estrella de nuestra sintomatología es la abultada cifra de desempleados, que avanza imparable hacia los 5,5 millones y previsiblemente alcanzará  el récord de los 6 millones a final del año. Cuando surge la polémica es en la determinación del tratamiento que se ha de aplicar para detener la hemorragia del desempleo, cuál es la terapia de choque más adecuada y, posteriormente, cuáles son las medidas que deben estabilizar la situación y devolver la economía del país a la senda de la recuperación y del crecimiento.

Es cierto que el empleo es un resultado directo de la demanda que genera la actividad económica. Por eso, es fácil concluir que lo mejor es favorecer la creación de un millón de empresas para obtener, cuando menos, una demanda de empleo equivalente. El derecho al trabajo es lo primero. Quienes están en el paro lo agradecerán -Mariano Rajoy dixit-. La reforma laboral camina en esta dirección, pero modifica las reglas del juego completamente, cambiando la fisonomía del mercado de trabajo. Una realidad laboral muy compleja y diversa que afecta a todas las empresas, desde las microempresas hasta las grandes corporaciones multinacionales y las Administraciones Públicas. El Gobierno ha optado por recetar una dosis generosa de antibiótico de amplio espectro para todos, creo que sin valorar suficientemente los posibles efectos secundarios, y persiguiendo un objetivo principal: que se cree empleo, cualquier empleo, de cualquier clase y cuanto antes. Hay un dicho castellano que responde a esta practica política: a grandes males, grandes remedios.

Sin embargo, la experiencia confirma que ninguna reforma laboral crea empleo por sí misma. Quiero recordar que con la anterior norma laboral, enviada a la condenación por nuestros gobernantes, se alcanzaron en España las cifras récord de contratación que eran el asombro del mundo entre los años 2000 y 2007.

Hoy, después de la reforma, una cuestión es evidente excepto para el que no la quiera ver. En el mercado de trabajo se regulan tres cosas: cómo se entra -contratación-, cómo se está dentro -negociación colectiva-, y cómo se sale -despido-. Las tres variables han empeorado indiscutiblemente para los intereses de los trabajadores, y los máximos beneficiarios de estos cambios han sido los empresarios. 

Hay quienes defienden que el valor principal del trabajo hay que obtenerlo en relación a lo que produce y al valor añadido que aporta a la economía. Para ellos el modelo económico asiático será su ejemplo, y a lo mejor también su templo. En ningún lugar del planeta es más competitivo y rentable el trabajo de millones de personas, auténticos campeones de la productividad, pero viviendo bajo una moderna variedad del esclavismo; como siempre, enriqueciendo a una minoría privilegiada.

Entre las novedades introducidas por la reforma hay, potencialmente, auténticas armas de destrucción masiva de empleo. Para explicar mi afirmación seleccionaré algunas perlas contenidas en el Real Decreto-Ley 3/2012. Hay tantas de ellas en el documento que es  posible hacerse un collar.

Una es que se facilita el despido procedente mediante la ampliación de las causas. Así llegamos al ERE exprés para todos. Se abre el abanico de causas que permiten el despido y que sea más barato. La nueva reforma establece que las empresas podrán aplicar despidos colectivos no solo si están en perdidas, sino si las prevé́ o si se produce una disminución de las ventas o de la facturación durante tres trimestres consecutivos. Es decir, no hace falta que la empresa entre en perdidas, solo es necesario que durante nueve meses les baje la facturación o los ingresos. En este caso se pueden aplicar despidos colectivos sin necesidad de que los apruebe la autoridad laboral, y con la indemnización más barata, de 20 días por año de trabajo y un tope de 12 meses. Esta medida se puede aplicar también al personal laboral de las Administraciones Públicas.

Otra es que el trabajador tiene que demostrar que el despido no es procedente; se invierte la carga de la prueba. Se modifica la presunción en casos de despido, de manera que a partir de ahora el despido se considerará procedente salvo que el trabajador demuestre que no han concurrido las causas alegadas por el empresario. Se produce así́ la inversión de la carga de la prueba, que ahora corre por cuenta del empleado despedido, con los consiguientes gastos para el empleado.

Cuando se habla de flexibilizar las condiciones de trabajo en las empresas para evitar el despido como una herramienta de adaptación a las circunstancias económicas, me viene a la memoria un hecho reciente y muy significativo ocurrido en la segunda potencia económica de nuestro IBEX 35, Telefónica. En España no hay límites para la codicia y la desvergüenza. Los directivos de esta multinacional despidieron vía ERE al 20% de la plantilla en España (unos 6.000 trabajadores) tras alcanzar beneficios récord en 2010 (10.167 millones de euros). Simultáneamente pusieron en marcha tres planes de incentivos (de 565 millones de euros), de los cuales, el de mayor cuantía supuso la entrega de 450 millones de euros en acciones a 1.900 directivos, esto es, una media de 236.842 por directivo. De ellos, 50 millones de euros en tres años para los tres principales y más conocidos de esos directivos.

Concluyo mi reflexión deteniéndome en algunas consideraciones. Todos queremos un estado del bienestar fuerte y consolidado en España. Su mayor enemigo es la ruina económica; su garantía de supervivencia pasa por la generación de recursos económicos suficientes. Sin crecimiento económico sostenido todo se viene abajo. Esto es imposible sin empresas rentables y competitivas, sin una Administración de tamaño más racional, más eficiente y mejor vertebrada.

Creo que también es necesario cambiar la cultura laboral del país. Fundamentalmente fomentando la laboriosidad como un valor personal y colectivo. Pienso que todos comprendemos que, para sacar cualquier empresa, cualquier actividad adelante, es necesario trabajar mucho y bien. La cultura del esfuerzo y del trabajo bien hecho deben estar reconocidas por una remuneración y unas condiciones sociolaborales dignas. Junto a ella, la mentalidad empresarial que fomenta el beneficio fácil, rápido y desmesurado tiene que desaparecer; no podemos seguir viviendo de los pelotazos.

Por último, reitero que el trabajo es un derecho que hay que proteger de forma asimétrica, cuidando especialmente a la parte del contrato laboral más débil, que es el trabajador. Necesitamos más trabajo, sí, pero trabajo digno y con derechos.   

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