Oriente Próximo: no hay justicia sin restauración

Editorial · Fernando de Haro
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22 octubre 2023
La vida entregada de Suhaila y la vida de algunas madres de los jóvenes asesinados cruelmente por Hamas que han pedido que no haya venganza tienen un valor social e histórico decisivo.

Suhaila Tarazi tiene o tenía el despacho junto al parking del Hospital Al Ahli, donde murieron el martes cientos de personas. Suhaila me dedicó hace algunos años el tiempo que no tenía. La vi entrar en el Hospital en una furgoneta blanca: es una directora muy firme y muy tierna. Una mujer al mando en un mundo de hombres. Una ortodoxa, formada en Londres, orgullosa de su parroquia de San Porfirio, parroquia de los primeros siglos del cristianismo sobre la que también han caído bombas. Al Ahli era un oasis en el centro de Gaza City. Cerca del mercado, entre calles sucias donde los gazatíes iban y venían sin nada que hacer, se levanta el hospital fundado a finales del siglo XIX por los anglicanos de Estados Unidos.

Mientras paseábamos por unos  jardines limpios y por unas consultas llenas de niños, Suhaila me contaba que no tenía miedo a la muerte, que su vida no estaba en manos ni de unos ni de otros, sino en manos de Dios. Estaba orgullosa de seguir a Cristo manteniendo abierto un sitio en el que los pobres desnutridos por el bloqueo podían ser atendidos. Le pregunté varias veces por qué no se marchaba y me respondió que si Jesús volvía era necesario que hubiese al menos un cristiano en Tierra Santa para recibirlo.

Suhaila salvó la vida el martes pasado. Una vida ofrecida de forma gratuita, de un modo que misteriosamente rompe la cadena irrefrenable de revancha que inunda de sangre estos días Gaza e Israel.

También algunas madres de los jóvenes asesinados cruelmente por Hamas han pedido que no haya venganza, que no se eduque a los niños en el odio. La vida entregada de Suhaila y la toma de postura de estas madres, que se han quedado huérfanas de sus hijos, tienen un valor social e histórico decisivo para un conflicto que dura ya más de 70 años. Un conflicto que hunde sus raíces en una tragedia no resuelta. Como tantas otras.

Muy a menudo, ante la sangre derramada, la única reparación que parece satisfactoria es derramar, a su vez, la sangre del criminal. La venganza se presenta como represalia, y toda represalia provoca nuevas represalias. Muy a menudo, la venganza constituye un proceso infinito e interminable. La víctima es víctima porque se la considera culpable. No se admite la posibilidad de una víctima inocente. El terrorista ataca a los civiles porque los considera culpables de la ocupación, el ejército hace la guerra a los civiles porque todos son terroristas o amigos de terroristas.

Por eso tiene tanto valor el Estado de Derecho de un país soberano y, por eso, nos genera tanta sensación de impotencia el derecho internacional. El sistema judicial aleja la amenaza de la venganza. Pero no la suprime,  la limita a una represalia única, cuyo ejercicio queda confiado al Estado. El principio sigue siendo el mismo: se intenta alcanzar justicia, en este caso con una violencia controlada. En ambos casos rige el  mismo principio de reciprocidad violenta, de retribución. La ley penal y el sistema judicial afortunadamente frenan el peligro de la escalada. Pero no restauran la injusticia sufrida por la víctima.

Hace falta una víctima realmente inocente que rompa la cadena, una víctima inocente que vaya más allá de un sistema retributivo de justicia, basado en la violencia controlada o no controlada. En realidad, la víctima culpabilizada no puede renunciar a su deseo de justicia, a su deseo de reparación. Sería inhumano y sería inmoral. No se puede hacer justicia con la injusticia. Pero solo se hace justicia cuando el que ha sufrido el mal encuentra una restauración que lo satisface por completo. Una restauración, una respuesta que le permite no tener que crear nuevas víctimas.

En los iconos de la parroquia de San Porfirio, Suhaila ha aprendido todo del rostro de la Víctima inocente restaurada por el Padre después de haber sido ajusticiada.

 

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