Entrevista a Costantino Esposito

No hay dinámica asociativa ni organización sociológica que pueda salir indemne de la prueba del nihilismo

Entrevistas · Fernando de Haro
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28 febrero 2023
Recorremos con Costantino Esposito, profesor de Historia de la Filosofía e Historia de la Metafísica en la Universidad de Bari, algunas etapas fundamentales de la vida de CL en los últimos diez años que pueden ayudar a seguir las indicaciones del Santo Padre.

Dentro de unas semanas se cumplirán diez años del inicio del pontificado de Francisco. En la audiencia que el Papa tuvo con los miembros de la Fraternidad de Comunión y Liberación el pasado 15 de octubre, les animó a “encontrar los modos y los lenguajes para que el carisma que don Giussani os ha entregado alcance nuevas personas y nuevos ambientes”.

www.paginasdigital.es está llevando a cabo una serie de entrevistas sobre esta cuestión.

En los últimos diez años, CL ha hablado mucho de nihilismo, nihilismo práctico de nuestro tiempo, ¿por qué?

A decir verdad, desde hace tiempo el nihilismo, como fenómeno, como riesgo o deriva para la persona y la sociedad, ya estaba muy presente en don Giussani. Recordemos lo que decía en unos ejercicios espirituales de 1997 (que luego se publicaron en el libro El hombre y su destino): «El nihilismo es, ante todo, la consecuencia inevitable de una presunción antropocéntrica, para la que el hombre es capaz, o sería capaz de salvarse por sí mismo. Falta tanto esto a la verdad que todos los que viven defendiendo semejante postura, al final, incluso abiertamente, se sienten disueltos en un dualismo de cuya amargura tratan de escapar con imágenes tomadas del mundo oriental o también de diversos espiritualismos del mundo occidental que traducen siempre, en el fondo, un ideal panteísta (como, por ejemplo, la New Age de Estados Unidos)» (p. 13). Frente a la imposibilidad de mantener el dominio de sí mismo y de la realidad, cae fácilmente en la tentación de diluir en el flujo de la naturaleza y del mundo su impotente subjetividad.

Con una consecuencia muy relevante: «Estas dos teorías y posturas (nihilismo y panteísmo) dictan todos los comportamientos actuales; son las explicaciones únicas de la mentalidad común generalizada (y de la práctica, más aún, sobre todo de la práctica) que invade y entorpece la cabeza y el corazón de todos, incluso de nosotros, los cristianos, y de muchos teólogos. Una y otra, con todas sus consecuencias, hacen juego entre ellas, tienen un punto de encuentro común: la confianza en el poder, el codiciar el poder de cualquier manera que se conciba, en cualquier versión» (p. 14). Los hombres ceden al poder porque solo ahí –a nivel de afirmación del individuo y del orden establecido por el Estado– pueden encontrar una consistencia y una forma que de por sí no tendrían. Añade Giussani: «Si el hombre, al reducirse en última instancia a una mentira, es una ficción, se siente como una ficción, una apariencia de ser; si su yo nace totalmente como parte del gran devenir, como simple resultado de sus antecedentes físicos y biológicos, no tiene ninguna consistencia original: el único criterio que puede tener es adaptarse, tal como viene, al impacto mecánico de las circunstancias, y cuanto más poder tenga sobre éstas, su consistencia, que es apariencia, aumentará más, parecerá aumentar, y de este modo aumentará la ilusión, más aún, la mentira. […] Tanto el panteísmo como el nihilismo destruyen lo más inexorablemente grande que hay en el hombre; destruyen al hombre como persona» (p. 15).

“El nihilismo se ha convertido en el aire “normal” que todos respiramos”

¿Pero qué ha pasado en los últimos 25 años, desde finales de los noventa hasta hoy?

Sintéticamente podríamos decirlo así: el nihilismo, de ser una perspectiva ambigua y engañosa a la hora de concebirse uno mismo y al mundo, de ser un riesgo siempre al acecho de pérdida de uno mismo y de la realidad, se ha convertido en el aire “normal” que todos respiramos. No somos “otra cosa” que lo que el azar, el sistema social o la lucha por la supervivencia deciden que seamos. Y ello independientemente de nuestras convicciones teóricas o de nuestras opiniones sobre el mundo. El nihilismo se ha transformado, pasando de ser una patología del antropocentrismo moderno a una especie de condición fisiológica de la humanidad contemporánea. Es una tendencia transversal: en nosotros y en la sociedad, en el mundo laico y en los ámbitos eclesiásticos, en las ideologías progresistas y en las reaccionarias, en las prácticas amorales y en las actitudes moralistas de la existencia. El hilo conductor es la dolorosa advertencia –a menudo callada u omitida– de que en el fondo estamos destinados a la nada, que nuestra naturaleza lleva dentro como ley insuperable la de acabar, y basta. No hay un verdadero sentido que pueda transgredir ese destino, literalmente insensato. No hay un sentido último en la naturaleza, solo una necesidad que habrá que gestionar como se pueda y soportar como se deba. Ahí es donde estalla, sobre todo en los jóvenes, el conflicto entre el deseo de felicidad y la competición social, que es algo que quita el aliento, o mejor dicho, quita el oxígeno para respirar. Por ello, en el mejor de los casos, para sobrevivir debemos elaborar continuamente el duelo de esta falta –o mejor, de esta imposibilidad– de sentido último en nuestro estar en el mundo, a través de numerosos disfraces culturales (como decía ya el trágico Nietzsche), tanto en la política como en el arte, en la economía o en la religión. Todos buscamos desesperadamente a alguien que nos diga con su mirada: “tú no morirás”, tú no estás destinado a la nada. ¿Qué no daríamos por encontrarlo? El nihilismo indica así la vorágine de una pérdida, la suspensión permanente de una incertidumbre, como el cráter de un volcán o la cresta de un abismo en el que estamos destinados a vivir.

“Pensábamos que la realidad podía seguir resultando atractiva incluso sin significado pero esto no ha sucedido”

Como señalaba Julián Carrón en La belleza desarmada en 2015: «Si no percibimos su significado, la realidad no nos conmueve, no puede resultarnos verdaderamente interesante. Este es el origen del nihilismo, de esa actitud que termina en el aburrimiento porque ya nada despierta el interés del yo. Pensábamos que la realidad podía seguir resultando atractiva incluso sin significado, reducida a mera apariencia, y que los jóvenes podían seguir interesándose por la transmisión de nociones puras y de datos, sin la comunicación de una hipótesis de significado, pero esto no ha sucedido. Con la reducción de la realidad a su aspecto inmediato, a apariencia, se ha abierto paso una nueva forma de nihilismo, un nihilismo débil, “despreocupado”, en el que se produce un colapso del deseo, de la curiosidad. Solo quien consiga rescatar al yo de esta astenia podrá ofrecer una contribución a la situación dramática en la que nos encontramos» (p. 194).

Creo por tanto que en CL se ha hablado mucho de nihilismo porque constituye el punto crítico de la condición humana de nuestro tiempo, y justo ahí es donde estamos llamados a verificar la novedad existencial de la propuesta cristiana.

Si no he entendido mal, en este tiempo se ha hablado entonces de nihilismo como oportunidad, parece que puede sonar contradictorio.

En mi opinión, esta es una cuestión realmente interesante, tal vez uno de los indicadores más fascinantes de la experiencia cristiana: el hecho de que una pérdida o una carencia puedan convertirse en el motivo que despierte una nostalgia o exalte una necesidad, el lugar donde uno se encuentra con Otro distinto. Todavía guardo en la memoria el tono conmovido de su voz o una mirada especialmente intensa con que don Giussani nos leía el poema de Montale Tal vez una mañana caminando bajo un aire de vidrio, u otros versos de Leopardi y de Pavese, de Pascoli o de Lagerkvist: la dramática posibilidad de que la vida del yo quedase atrapada en la vorágine de la nada era también posible para él –para don Giussani– y su conmoción nacía justamente al ver que una presencia como la de Cristo, en ese momento presente, se imponía al yo e iluminaba, valorándolo y cumpliéndolo, todo su deseo de existir. Era como el descubrimiento último de lo que estaba en juego en la existencia humana: que yo pueda quedar atrapado en la nada en cada instante, y sobre todo que luego pueda aceptar y secundar esa positividad irreductible de mi yo y del mundo como un “don” para mí.

Creo que por este motivo en los últimos años, con Carrón, el fenómeno del nihilismo volvió a ser objeto de atención para ser digamos “atravesado”, no solo como el riesgo de una pérdida, sino también –sorprendentemente– como el nacimiento de un grito de salvación. El momento en que por fin ya no se censura la propia necesidad humana –es decir nuestro propio yo, que “es” necesidad de todo– y se vislumbra algo sin lo cual, al menos como expectativa, no podríamos vivir a la altura de nuestro corazón y de nuestra razón.

“Hace falta alguien que no pertenezca al desierto para ver el desierto y reconocerlo como tal”

Pero en esto hay que ser claros: el nihilismo no se desvela por sí solo, ni se supera por sí mismo. Hace falta alguien que no pertenezca al desierto para ver el desierto y reconocerlo como tal. Como escribía en una página estupenda de Las ciudades invisibles Italo Calvino, frente al «infierno de los vivos» que ya «habitamos todos los días», hay dos maneras de ponerse para no sufrir. La primera nace por costumbre y consiste en «aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo». La segunda, en cambio, «es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio».

Hace falta una mirada “divina”, es decir, que vaya hasta el fondo del yo de cada uno de nosotros, para desvelar toda la potencia de la pregunta que define lo humano. Desde este punto de vista, no es contradictorio –aunque hay que reconocer que no es lo habitual– que el nihilismo también se vea como una oportunidad. En el fondo, es la lógica de la encarnación, que una Presencia se haga presente, como el acontecimiento nuevo del ser, justo en el umbral y también dentro de la nada que rodea y seduce con sus máscaras todos nuestros gestos. El abrazo de esta Presencia es al mismo tiempo una lucha contra la nada. Solo en la experiencia de un abrazo así, reconociendo esta preferencia por nosotros, puede renacer en nosotros la preferencia del ser de la realidad entera frente a la nada. Porque el sentido último se desvela justo así, al descubrirnos queridos en el mundo, que no existimos simplemente por casualidad.

“La Iglesia no es solo un bastión de defensa del nihilismo, sino un lugar donde los nihilistas de nuestro tiempo puedan encontrar una mirada que les arranque de la nada y haga que su humanidad vuelva a florecer”

De hecho, uno de los puntos más destacados y subrayados de los últimos años en la experiencia de CL (tal vez uno de los puntos peculiares del carisma donado a don Giussani) es precisamente que la experiencia de un encuentro vivo con la presencia de Cristo halla su índice de verificación más sorprendente en el renacer de la conciencia del propio yo, un sujeto nuevo del que solo puede desbordar el don de un testimonio al mundo y una responsabilidad en la vida social. De este modo, la Iglesia no es solo un bastión de defensa del nihilismo, sino (tal como el Papa Francisco no se cansa de recordarnos) un lugar donde los nihilistas de nuestro tiempo –en una palabra, ¡nosotros mismos!– puedan encontrar una mirada que les arranque de la nada y haga que su humanidad vuelva a florecer.

Una posición como esta se muestra capaz de encontrarse con el deseo, o con una necesidad confusa, aunque solo sea el grito ronco de tanta gente, sobre todo de tantos jóvenes, pero también de adultos que navegan pero aún no se han ahogado del todo en el escepticismo y que perciben una estima sorprendente por su propio yo, esta vez realmente “eficiente” para su deseo de felicidad. En definitiva, el encuentro con Cristo revela al hombre que verdaderamente es capaz de “ser”, y sobre todo que es libre para ser él mismo.

¿Por qué se ha citado tanto esta carta de Michel Houellebecq a Bernard-Henry Lèvy: “Tuve cada vez más a menudo –me es penoso confesarlo– el deseo de ser amado. Un poco de reflexión me convencía cada vez, por supuesto, de que este sueño era absurdo; la vida es limitada y el perdón imposible. Pero la reflexión era inútil, el deseo persistía; y debo confesar que persiste hasta la fecha”?

Desde cierto punto de vista, Houellebecq testimonia en qué puede llegar a convertirse una experiencia nihilista de uno mismo y del mundo: vuelve a emerger la tierra quemada de los valores y de los ideales, a menudo consumados y reducidos a un mecanismo bloqueado de acción/reacción, como un deseo irreductible, para el que cualquier justificación teórica no sirve de mucho. Se puede explicar tranquilamente el mundo de una cierta manera (¡de forma materialista pero también puede ser a la luz de los valores cristianos!) y al mismo tiempo vivir el propio yo de una forma distinta. El punto de inflexión está en darse cuenta de esta asimetría, no censurar esa grieta, esa herida de la experiencia, y no considerarla menos “real” que la realidad del instinto o del poder. Más aún, estar dispuestos a seguir su reclamo como lo más efectivo, concreto y urgente de nuestro ser. Este deseo de ser amado –que es una fórmula estupenda para decir que el nuestro es un deseo infinito y de infinito– es el verdadero “valor” no negociable de la experiencia humana porque nuestro propio “yo” nunca está simplemente a nuestra disposición. No podemos reducirlo a lo que tenemos en mente, sino que debemos seguirlo –sí, ¡debemos seguirnos a nosotros mismos!– como un dato objetivo que siempre nos supera. El nihilismo quiere encerrar el yo humano en sí mismo. Sin embargo, aquí se trata de llevar el yo a reconocer a Otro distinto, siguiendo así el rastro de su ser deseoso, irreductible, “creado”. Este es el desafío de nuestro tiempo nihilista: que lleguemos a reconocer el dato, a desear la relación con aquel que nos genera. De hecho, el signo más elocuente de esta generación, ¿acaso no es nuestra misma inquietud?

CL ha insistido en que el nihilismo solo puede ser superado por el cristianismo de la Presencia. Se ha subrayado la insistencia del papa Francisco en el peligro de reducir el cristianismo a gnosticismo o pelagianismo. ¿De qué experiencia cristiana se trata?

El nihilismo solo se atraviesa y se contesta con la presencia de un testigo. El testimonio es el método más adecuado ante este fenómeno, ahora que la dialéctica y la retórica se han visto contra las cuerdas y ya no son capaces de seguir manteniendo la postura de una persona ante la realidad.

En una de sus últimas intervenciones en un equipe con los universitarios del movimiento, en 1998, don Giussani identificó el punto crítico de la condición humana de nuestro tiempo con una precisión y un acierto inéditos: «Este tiempo en que vivimos ha arribado a una orilla árida e infecunda, estamos en un desierto humano, donde quien sufre, el sujeto de la pena es el yo: no la sociedad, sino el yo, porque en nombre de la sociedad se matan también todos los “yo» posibles e imaginables. Mientras que para nosotros la sociedad nace a partir de la existencia del yo. […] De todas formas, ahora, el desarrollo del movimiento, la dinámica del movimiento ha alcanzado un punto en el que se entiende […] que el único recurso para frenar la invasión del poder está en ese vértice del cosmos que es el yo, y es la libertad […]. El único recurso que nos queda es retomar radicalmente el sentido cristiano del yo».

Como verdadero testigo, don Giussani comunicó justamente su gran lucha personal para que el yo se decidiera a reconocer y seguir la realidad de un encuentro verdadero que le arrancara de la nada. Y se lo decía a sus amigos más jóvenes: «Cumplid vosotros con este reto, realizad vosotros toda la dinámica, desarrollad en vosotros este dinamismo, que hemos profundizado durante años, el dinamismo que surge de la razón principal de nuestra amistad y de nuestra compañía: el cumplimiento del corazón, de las exigencias del corazón, sin el cual el nihilismo sería la única consecuencia posible».

“Combatir el nihilismo no puede significar poner freno al deseo y a la libertad de las personas. Significa apostar por el deseo como la única vía por la que reconocer lo que verdaderamente puede satisfacer la inquietud del corazón”

Precisamente a partir de aquí he podido ver cómo se desarrollaba un camino para tomar conciencia del carácter decisivo del carisma donado a don Giussani en la vida de la Iglesia, entendida como una vida interesante y fascinante para los hombres de nuestro tiempo, como una realidad de comunión que se convierte en el contenido de una experiencia personal. El nihilismo ha llevado a una pérdida progresiva del sentido de la “presencia”, de lo que está presente en el mundo y en el yo –como si las cosas ya no nos hablasen, ya no nos dijeran cuál es su significado último, y nuestro estar en el mundo nos lo hubiera dejado de preguntar–, partiendo de una persistente negación ideológica de los datos de la realidad y llegando al final a una aburrida homologación dentro de la gran máquina social. Desde este punto de vista, es revolucionaria la propuesta que CL ha lanzado a la plaza pública durante los últimos 15 años. Combatir el nihilismo no puede significar poner freno –por miedo– al deseo y a la libertad de las personas pensando que, abandonadas a sí mismas, siempre correrán el riesgo de perder la vía de una adecuada antropología cristiana. Es justamente lo contrario, significa apostar por el deseo como la única vía por la que reconocer lo que verdaderamente puede satisfacer la inquietud del corazón. Encontrando en este acento marcadamente agustiniano el camino para reconquistar la verdad del hombre y de la realidad que la tradición cristiana nos ha transmitido, pero que ya no podía apelar a un orden doctrinal adquirido para convencer de una vez por todas de su adecuación. Hay algo que en el fondo debemos agradecer al nihilismo y es que ha vuelto despiadada la verificación de la verdad, obligándonos a considerar el cristianismo como una experiencia que sucede en el presente, solo gracias a ella la tradición no se limita a ser un “pasado” tranquilo ni el futuro se limita a un programa abstracto para el cambio, entre el moralismo y la utopía.

El nihilismo solo puede ser atravesado y superado porque la realidad sale a nuestro encuentro como acontecimiento, es decir, como un reclamo, una invitación a cada uno de nosotros para poder reconocer el sentido que habita el mundo y Aquel que lo llama continuamente a ser. Por ello insisto en que solo la experiencia de un testigo puede tener palabras que aún sean audibles y eficaces. Carrón lo recordaba en una de sus intervenciones más significativas al respecto, Un brillo en los ojos. ¿Qué nos arranca de la nada?: «¿Qué puede vencer el nihilismo en nosotros? Ser atraídos por una presencia, por una carne que porta consigo, en sí misma, algo que corresponde a toda nuestra espera, a todo nuestro deseo, a toda nuestra exigencia de sentido y de afecto, de plenitud y de estima. Solo puede arrancarnos de la nada “esa” carne que es capaz de colmar “el abismo de la vida”, el “deseo angustioso” de cumplimiento que hay en nosotros» (pp. 54-55).

Ser atraídos por una presencia…

Hay un último coletazo del nihilismo, que consiste en considerar este sentimiento de la vida y del tiempo como algo sugestivo y apreciable, sin duda, pero en último término impotente para cambiar de verdad la postura de nuestra cultura y el sistema de poder en el que nos encontramos, al que tal vez queramos hacer frente. En el mejor de los casos, sería una forma pasable de literatura psicológica, no una novedad ni un cambio real. De nuevo, para cambiar hay que sustituir un poder por otro, ¿pero cuál es el verdadero poder? En la historia de la presencia de Cristo en el mundo, en la historia de la Iglesia, el problema se ha vuelto a plantear puntualmente en todas las épocas y generaciones, pidiendo siempre una respuesta personal y críticamente consciente. ¿Despertar la vida del yo es realmente decisivo o no para la presencia de la fe en el mundo? Sin duda, el yo nunca es un individuo o una mónada, sino que nace en una trama de relaciones, y también en la historia cristiana es una comunidad vivida donde renace, por gracia, la persona. Pero no hay dinámica asociativa ni organización sociológica que pueda salir indemne de la prueba del nihilismo, a menos que en ella no se desvele como hilo conductor la fe de un yo tocado por el encuentro con una Presencia divina. También en este caso el nihilismo es como la prueba del nueve para darnos cuenta de qué novedad lleva consigo la vida de la Iglesia y su testimonio inédito en el mundo. Como escribió don Giussani una vez, en su mensaje a una peregrinación de Macerata a Loreto en 2003, «cuando nos juntamos ¿por qué lo hacemos? Para arrancar a nuestros amigos y, a ser posible, a todo el mundo, de la nada en la que vive el hombre». Carrón nos lo devolvía sencillamente así: «¿Quién no desearía ser alcanzado por una mirada tan amiga que lo arranque de la nada?» (prólogo a L. Giussani, A través de la compañía de los creyentes, 2021, p. XII).

Si el nihilismo lleva a atomizar y separar al yo del mundo y de sí mismo, paradójicamente también nos ayuda a reavivar, en el fondo de cada uno de nosotros, la espera irrefutable de una amistad así.

 

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