Necesaria memoria
Recordemos que la Iglesia Católica de México vivió una larga persecución de 1914 a 1938. También que la experiencia mexicana no fue la excepción durante el siglo XX. Hubo persecuciones con mayor o menor virulencia contra todas las religiones en los cinco continentes. Las hubo por igual en regímenes revolucionarios, democráticos o fascistas, en sistemas capitalistas o comunistas, en países del primer o del tercer mundo, fueran potencias o países emergentes. No hubo distinciones. Fue un siglo de acoso que tuvo como su gran protagonista al Estado nacional en sus diferentes modalidades. Una actitud beligerante que tuvo por común denominador su profunda sacrofobia, su irracional aversión a lo sagrado. Los Estados nacionales que orquestaron el asedio buscaron por todos los medios construir y mantener el monopolio jurídico, cultural e ideológico sobre la sociedad, por lo que no debe sorprendernos que identificaran en las religiones el enemigo a vencer, por ser éstas grandes formadoras de cultura, de identidad y de sentido de trascendencia. La religión fue considerada como el opio del pueblo no sólo por los regímenes marxistas.
A la vuelta del siglo XXI las persecuciones burdas, llevadas a cabo por medio de la violencia de las armas, parece que ya no son una generalidad, por lo menos en Europa y América. En su lugar se ha instaurado una persecución de baja intensidad que ha tomado la forma de acoso cultural, cuyo objetivo es desterrar a la religión y a la persona religiosa del espacio público. Al creyente se le exige que, al salir de casa, cuelgue en la percha sus más profundas convicciones, es decir, que lleve una vida fragmentada. Como ha señalado Andrés Ollero, se ha pasado de calificar a la religión de "opio del pueblo", a tratarla como "tabaco del pueblo". De un vicio que debe ser perseguido y eliminado, a un mal que debe ser combatido y de preferencia erradicado, por lo menos de los lugares públicos por ser considerado nocivo a la salud. Un programa cultural y político que se llama laicismo y que poco tiene que ver con un Estado en verdad laico.
La reforma constitucional propuesta en la cámara de diputados es sacrofóbica y carece de memoria histórica. Si en verdad queremos una sociedad en la cual la democracia sea una forma de vida, no podemos permitir que alguien sufra violencia en razón de sus creencias, entre ellas las de índole religiosa. Cualquier ciudadano debe tener el derecho a participar en el debate público y organizarse para ello si así lo considera conveniente. No debemos invitar otra vez a los demonios de la persecución a que habiten entre nosotros.