Nader y Simin, una separación

Cultura · Juan Orellana
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11 octubre 2011
La llamada Nueva Ola del cine iraní siempre nos ha ofrecido películas interesantes. Desde el estilo más contemplativo y estético de Abbas Kiarostami o Majid Majidi, hasta el cine más comprometido y crítico de Jafar Panahi, Bahman Ghobadi o Mohsen Makhmalbaf, siempre hemos encontrado los occidentales historias que nos han resultado más cercanas y humanas que muchas de las producciones autóctonas contemporáneas.

En esta ocasión es el director Asghar Farhadi el que con su quinto largometraje, Nader y Simin, una separación, conquistó el último Festival de Berlín llevándose el Oso de Oro a la mejor película, el oso de plata ex-aequo al Mejor Actor para Peyman Moaadi (Nader), Ali-Asghar Shahbazi (Padre de Nader) y Babak Karimi (Juez), y el Oso de Plata ex-aequo para la mejor actriz para Sareh Bayat (Razieh) y Sarina Farhadi (Termeh). Se trata de una historia ambientada en el Irán actual, y que gira en torno a una familia de clase media en proceso de divorcio. Simin y Nader tienen una hija de once años, Termeh, y los tres viven con el padre de Nader, un anciano que padece un Alzheimer muy acusado. La separación del matrimonio implica que Nader debe contratar a una mujer, Razieh, para que cuide de su padre mientras él está en el trabajo. Un problema con esta cuidadora termina en los tribunales y pondrá el proceso de separación de Nader y Simin en una tesitura dramáticamente extrema.

Esta película impactante y sobrecogedora es en el fondo una reflexión sobre el sentido de la justicia o de "lo justo" declinado de formas variopintas y muy reales: la justicia de los tribunales legales, la justicia subjetiva, lo justo a los ojos de la sociedad, a los ojos de Dios, y sobre todo llama la atención sobre aquellas injusticias de las que parece casi imposible buscar un culpable. La genialidad del guión de Farhadi es que no construye personajes "malos": todos son buena gente, normalita, que no desean hacer mal a nadie… pero que se ven envueltos en situaciones de responsabilidades ambiguas, aparentemente casuales, no intencionadas, y que de repente les sitúan en un contexto de mal y confusión moral. Por tanto no hay asomo de maniqueísmo ni de fáciles moralismos, y la película no propone soluciones: es un film radicalmente abierto y perplejo, que obliga al espectador a posicionarse y hacer su propia reflexión.

Un tema que cruza la película de lado a lado como una espada hiriente es la situación de la pobre Termeh, desgraciadamente tan frecuente en los procesos de separación. El padre y la madre la usan indistintamente como coartada o como elemento arrojadizo. Esta niña es obligada a decidir entre vivir con su padre o con su madre, cuando ella lo único que desea obsesivamente es que sus padres vuelvan a estar juntos. Esta disyuntiva, que además toma forma legal -ella tiene que decidir y optar ante un juez y en presencia de sus padres-, destruye por dentro a Termeh, y sin duda es la injusticia más brutal de todas las que circulan por el film.

Sorprendente para un cristiano es el concepto de pecado que aparece en el film. Razieh profesa una devoción islámica radicalmente formalista, en la que el pecado es ajeno a la conciencia. Llama por teléfono a un supuesto fundamentalista para consultarle casuísticamente si asear a un anciano varón es pecado o no. Sin embargo, no tiene reparos en mentir por miedo a su marido. Y es que de ahí sacamos el otro gran retrato del film: la situación humillante de la mujer en Irán. En fin, una película tan desoladora como conmovedora, rodada con increíble fuerza, y que utiliza el lenguaje del suspense hitchockiano para contarnos un drama sumamente interesante que demuestra que la verdadera justicia supera la capacidad del hombre, algo que ya los salmistas dejaron machaconamente claro. Sencillamente no es cierta aquella famosa frase de El Padrino: "La justicia… nos la hará Don Corleone".

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