Nacionalnatalismo

Sociedad · Luis Ruíz del Árbol
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9 enero 2025
Habría que empezar por observar con ecuanimidad y prudencia las causas reales del llamado “invierno demográfico” occidental o, de una forma mucho más atinada y justa, habría que empezar a preguntarse con absoluta seriedad por qué casi el 60% de los entrevistados que no tienen hijos afirman en todas las encuestas del CIS que les hubiera gustado tenerlos de haber dispuesto de suficientes medios económicos o cierta estabilidad laboral.

En 1966, el dictador de Rumanía, Nicolae Ceaucescu, emitió el tristemente célebre Decreto 770. Mediante dicha norma, el régimen comunista, uno de los más crueles y sanguinarios del otro lado del Telón de Acero, prohibió el aborto y las demás medidas anti o contraceptivas, estableciendo penas durísimas, incluso de muerte, a los infractores y cómplices. Para asegurar el cumplimiento del Decreto, el Estado estableció unos cuasi omnímodos controles: todas las mujeres rumanas –desde los 15 hasta los 45 años– tenían la obligación de someterse a controles ginecológicos mensuales, y la policía y los funcionarios competentes podían detener a cualquier hembra fértil para asegurarse de que no tomaba la píldora o tuviera instalado un dispositivo contraceptivo intrauterino. El objetivo de Ceaucescu era duplicar la población rumana y aumentar así el poder militar, industrial y económico de la nación. Aunque los comunistas rumanos consiguieron un sensible repunte de la natalidad, las consecuencias sociales de dicha política fueron sencillamente desastrosas, y la primera medida que tomó el primer gobierno democrático tras el derrocamiento del régimen totalitario (25 de diciembre de 1989) fue la derogación del odiado Decreto 770 y la liberalización del aborto.

En 2019, el gobierno ultranacionalista y conservador de Hungría, liderado por el cristiano militante Viktor Orban, nacionalizó seis clínicas de fertilidad que ofertaban toda clase de tratamientos, incluidos aquellos no autorizados por la Iglesia, como los in vitro, así como aprobó un paquete de subvenciones para cubrir el 100% del coste de dichas intervenciones en centros privados y de los medicamentos que se usaran en dichos tratamientos. El fin de estas medidas, calificadas por el propio gobierno húngaro como de “importancia estratégica nacional”, es incrementar la ratio de natalidad de niños étnicamente húngaros (los requisitos para ser beneficiario de dichas ayudas excluyen de facto a las minorías, como la romaní) y contrarrestar un hipotético aumento de la población inmigrante, para que “Hungría siga siendo de los húngaros”. En este sentido, la maternidad subrogada o vientres de alquiler es alegal en Hungría: se tolera siempre y cuando los padres de adopción sean parejas húngaras no homosexuales. A día de hoy, a pesar de invertir casi un 5% del PIB en incentivar la natalidad (de niños 100% húngaros, por supuesto), los resultados están muy por debajo de lo esperado por sus promotores, sin que, además, se haya frenado el éxodo migratorio de los nacionales húngaros a otros países con mejores condiciones laborales.

Me he acordado de estas dos singulares experiencias de natalismo estatalista y nacionalista (el nacionalnatalismo) a la vista de una reciente campaña de publicidad institucional del Ayuntamiento de Madrid en el marco de un nuevo plan municipal llamado de “Fomento de la Natalidad y la Conciliación”. Con independencia del juicio de fondo sobre esta clase de políticas y su eficiencia, que merece una reflexión aparte, lo que me ha llamado la atención en este caso son los dos carteles publicitarios creados para la campaña. En cada uno ellos, se muestra a dos preciosos y risueños bebés, de pura raza blanca, con una gorra de chulapo, él, y un clavel prendido al body ella, bajo una frase motivacional: “Lo maravilloso de traer un chulapo/chulapa al mundo”.

De forma muy probablemente inconsciente, se ha deslizado en el diseño de la campaña los mismos tics totalitarios que afectaban y afectan a la visión sobre la natalidad de Ceaucescu y Orban, respectivamente: de lo que se trata no es que nazcan niños, sino que nazcan chulapos, es decir, madrileños. Ello sin contar que un 20% de los residentes en Madrid son de nacionalidad extranjera, y que, sumando a los residentes de origen latinoamericano, asiático y africano, el porcentaje de nacidos de raza no caucásica (como los bebés de los carteles) se corresponde, en números gordos, con no menos de un 30% del total.

Creo que ese deslizamiento ha sido inconsciente porque la Memoria del Plan de Natalidad no enfoca de modo alguno el problema ni desde el identitarismo (a lo Orban) ni desde el diagnóstico de una escasez de mano de obra o de cotizantes a la Seguridad Social (a lo Ceaucescu), sino desde la problemática de la conciliación laboral y la desigualdad de género en la crianza de los niños, lo que está esencialmente muy bien identificado y planteado por los técnicos del Ayuntamiento. Por ello, la referencia a traer más chulapos al mundo, más allá del facilón juego de palabras, entronca con un problema cultural más de fondo, que es el que comparten buena parte de los potenciales votantes de los partidos del espectro político del actual consistorio municipal de Madrid. En suma, una política pública ortodoxamente socialdemócrata bajo un ropaje publicitario nacionalista y conservador.

La trampa de los discursos natalistas es que plantean una falsa dialéctica con un supuesto (e inexistente) antinatalismo de signo contrario, que, de manera gratuita y caprichosa, se atribuye a unos “otros” perversos (la izquierda, los wokes, las élites globalistas…). Saliendo de los estrechos márgenes de este esquematismo dual, habría que empezar por observar con ecuanimidad y prudencia las causas reales del (equívoca, y muy posiblemente mal) llamado “invierno demográfico” occidental —por lo demás, en su tendencia a medio y largo plazo, no muy distinto del que está atravesando el resto del planeta—; o, de una forma mucho más atinada y justa, habría que empezar a preguntarse con absoluta seriedad por qué casi el 60% de los entrevistados que no tienen hijos afirman en todas las encuestas del CIS que les hubiera gustado tenerlos de haber dispuesto de suficientes medios económicos o cierta estabilidad laboral, en lugar de alimentar frívolamente discursos que usan la natalidad como arma arrojadiza frente al “enemigo” y la manipulan para alcanzar fines que no tienen nada que ver con la apertura y cuidado del don milagroso de cada nueva vida.

Lo único cierto es que el Estado-Nación no quiere que los ciudadanos tengan hijos, sino ciudadanos nacionales (sean españoles, húngaros o vascos); y el sacrosanto Mercado tampoco quiere niños, sino nuevos trabajadores y cotizantes. De fondo, lo que late bajo el nacionalnatalismo es un miedo que, por vergüenza, no nos atrevemos a nombrar: el pánico a perder la identidad cultural por las nuevas oleadas de migrantes, o a no recibir en un futuro las pensiones que tan penosamente llevamos años cotizando. El nacionalnatalismo otorga a cada nacimiento un valor distinto y extrínseco de la incalculable e inasible belleza que cada uno de ellos supone, que jamás podrá reducirse a ningún esquema ideológico, por muy elevado o noble que se pretenda. “Sin porqué/La rosa es sin porqué. Florece porque florece.”, como cantan los versos de Angelus Silesius que el filósofo Josep Maria Esquirol cita en su reciente ensayo La escuela del alma. Este es el umbral del sagrado misterio de cada alma, que el Poder, bajo sus distintos ropajes, trata ahora de mancillar invocando, en un repugnante ejercicio de usurpación, el mismo derecho a la vida.

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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