Entrevista a Reyes Mate

´Los nacionalismos son inventos promovidos por los que les sacan provecho´

Entrevistas · Fernando de Haro
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9 octubre 2019
´Cataluña está en el centro de todas las campañas partidarias porque es el gran problema de convivencia. Lo que desasosiega es el manoseo partidario de un problema tan serio. Es inconcebible que partidos y tertulianos echen tanta leña al fuego por un puñado de votos. Aquí sí se requiere una generosa distancia para enfocar la situación. La que yo invoco es la responsabilidad histórica que viene de la catástrofe humanitaria que en el siglo pasado supusieron los campos de concentración y de exterminio. Desde esa experiencia histórica hay que juzgar toda esa compleja constelación que llamamos nacionalismo´.

¿La repetición de las elecciones tiene algo que ver con la ´España de las castas´ de la que hablaba don Américo Castro?

A primera vista parece un poco forzado remitir la incapacidad de los partidos políticos a pactar entre ellos a algo tan lejano como la “España de las castas”. Pero creo que está bien visto. Desde luego, Américo Castro lo suscribiría. Recordemos, en efecto, que cuando quiso contar a los jóvenes españoles de la posguerra las causas de la Guerra Civil, les decía que había que remontarse “a causas lejanas y ocultas”. ¿Qué claves nos revela ese pasado? Que el talante político de los españoles es una mímesis del que dominaba en aquel Al Andalus islámico. “Islam” significa creyente. Lo que marcaba la identidad política era la creencia. Eso lo heredaron los cristianos cuando transformaron aquel espacio ibérico en España. Ahora bien, las creencias tienden a ser absolutas y excluyentes, por eso los nuevos españoles del siglo XV expulsaron a los judíos y los del XVII, a los moriscos. A Don Américo no le gustaba hablar de las dos Españas porque, decía, la querencia a la exclusión la practica cada una por separado. Los españoles, todos, tenemos una lección pendiente y es la de la convivencia. No nos soportamos ni muertos, como bien mostró José Jiménez Lozano con ese monumental ensayo titulado “Los cementerios civiles y la heterodoxia española”.

¿La falta de diálogo de los políticos tiene alguna raíz cultural o ideológica?

Creo que sí y tiene que ver con lo que acabo de decir. Nos gusta divinizar, en el sentido de absolutizar, la posiciones políticas (por eso los conflictos entre nosotros tornan rápidamente en “guerras divinales” que decía Américo Castro). No fuimos capaces de desdivinizar en su momento la política mediante la prueba de fuego que Europa llamó “tolerancia”. Sobre la tolerancia hay tres grandes tratados: el del francés Voltaire (Tratado sobre la tolerancia, 1763), el del británico John Locke (Ensayo sobre la tolerancia, 1677), y el del alemán Efraim Lessing (Nathan el sabio, 1778). Ahí se fraguan las bases culturales de la convivencia moderna, a saber, que antes que diferentes somos iguales pues compartimos la dignidad de ser humanos; que lo propio del hombre es buscar la verdad y no poseerla; y que el mejor criterio de verdad es que nos lo reconozcan los demás. Pues bien, esa corriente nos pasó de largo y aunque hemos intentando luego atraparla, todavía no es nuestra segunda piel. En los momentos clave tendemos a la intolerancia, a la malvivencia, como si ahí, instalados en los principios absolutos, nos encontráramos más a gusto. Lo que ha ocurrido estas semanas pasadas, confundiendo al rival con el enemigo y levantando tan frívolamente muros o pintando líneas rojas, es una buena prueba de esta inmadurez. Se echa de menos el espíritu de la Ilustración que tiene que ver con madurez racional, según decía Kant.

¿En qué medida el problema de Cataluña está afectando a todo el panorama político español?

Cataluña está en el centro de todas las campañas partidarias porque es el gran problema de convivencia. Lo que desasosiega es el manoseo partidario de un problema tan serio. Es inconcebible que partidos y tertulianos echen tanta leña al fuego por un puñado de votos. Aquí sí se requiere una generosa distancia para enfocar la situación. La que yo invoco es la responsabilidad histórica que viene de la catástrofe humanitaria que en el siglo pasado supusieron los campos de concentración y de exterminio. Desde esa experiencia histórica hay que juzgar toda esa compleja constelación que llamamos nacionalismo. Decía Jordi Pujol en sus buenos tiempos que el nacionalismo catalán tenía que ver con Herder y con Renan. Pues bien, Herder era un filósofo reaccionario al que se le indigestaba la tríada revolucionaria de égalité, liberté et fraternité por la cuádrupla tierra-sangre-religión-lengua. Esa regresión supone un sacrificio intelectual que no nos podemos permitir. Luego viene lo de Renan que, en su famoso tratado, La Nation, decía que lo que conforma una nación no es el hecho de compartir una misma memoria histórica sino unos mismos olvidos. Para construir una nación, decía, no hay que preguntarse ni cómo se formó el país (siempre violentamente) ni quién es, en Francia franco, o en España español, porque llegaríamos a la conclusión de que franco en Francia no es casi nadie. Los nacionalismos son inventos del presente promovidos por quienes en cada momento sacan provecho de ellos. Y no nos lo podemos permitir porque, tras la experiencia de Auschwitz, sabemos que los nacionalismos no sólo discriminan al que es de otra sangre, tierra, religión o lengua, sino que también los eliminó físicamente. No hay que juzgar al nacionalismo sólo a partir de su origen sino también de su final, de lo que puede dar de sí. Y por eso nació la Unión Europea. Como decía Semprún, la respuesta a los totalitarismos del siglo XX fue la creación de un espacio transnacional que pusiera fin a la guerra. No nos está permitida moralmente esa vuelta al nacionalismo (ni al catalán ni al español). Nos lo prohíbe el deber de memoria. Vistas las cosas así, lo demás es secundario.

¿Qué le falta a la izquierda española? ¿Y a la derecha?

Echo de menos algo que puede hacer sonreír burlonamente a más de uno, a saber, la virtud política, es decir, lo que Aristóteles llamaba “un político virtuoso”. La virtud política, según Aristóteles, tenía tres componentes: en primer lugar, madurez humana. El que se dedicara a la política tenía que haber demostrado que en lo suyo era bueno. Si zapatero, un buen zapatero; si maestro, un buen docente; si navegante, un buen marino. En segundo lugar, firmeza de carácter. Todo el mundo tenía que saber que si tomaba una decisión, la mantendría, a pesar de las presiones. Y, finalmente, conocimiento del asunto sobre el que tenía que decidir políticamente. Con ese material estaba hecho un político virtuoso. Lo que hoy domina es, más bien, un tipo de político aficionado, especialista en sobrevivir dentro de su partido. Casi todos nuestros políticos vienen de las juventudes de sus respectivos partidos donde lo que han demostrado es que saben ganar elecciones internas. Quizá tenga que ver con esta liviana equipación personal la necesidad de adornarse con másteres falsificados o tesis doctorales plagiadas. Hoy, cuando la política es más compleja que nunca, deberíamos elevar el listón de los políticos. La política no puede ser un modus vivendi o una salida profesional cuando no hay otra.

¿Cómo recomenzamos? ¿Que permitiría recuperar la confianza entre la clase política y la sociedad civil?

Yo creo que la clase política es un fiel reflejo de la sociedad civil. Tenemos los políticos que nos merecemos. Por algo les hemos votado. No creo que el tono de las tertulias o de muchos comentaristas esté por encima de un debate parlamentario. Hace años Etienne de la Boétie escribió un panfleto que sigue siendo actual. Lo tituló “Discurso de la servidumbre voluntaria”. Se preguntaba por qué la gente se somete voluntariamente a la servidumbre, por qué tanto miedo a la libertad. Hay que invertir mucho más en educación para tener ciudadanos críticos que será la manera de tener mejores políticos y mejores periodistas y mejores maestros.

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