Los malos estadounidenses también votan
Todo son incertidumbres a una semana de las elecciones presidenciales estadounidenses. Las últimas encuestas reflejan un empate técnico entre Kamala Harris y Donald Trump. El candidato republicano suele tener voto oculto. Es difícil hacer pronósticos sobre el resultado. Y es difícil hacer pronósticos sobre algo más importante: cómo se va a desarrollar la jornada del 5 de noviembre. El sistema electoral de Estados Unidos es complejo y anticuado. El ganador, en ocasiones, no está claro hasta el final de un recuento que exige paciencia. Más que nunca sería necesario respeto a las instituciones y que ninguno de los dos candidatos se proclamase vencedor antes de tiempo.
La campaña electoral ha sido aburrida. Más de lo mismo: discursos radicalizados por ambas partes, como los que se escuchan desde antes de que Obama llegara a la Casa Blanca. Los demócratas acusan a Trump de sufrir demencia, los republicanos pronostican que Harris va a destruir el país. Las élites polarizan una sociedad con viejas y nuevas tensiones: los trabajadores del sector industrial contra los trabajadores del sector servicios, los blancos de las ciudades pequeñas y del campo que no han estudiado contra los blancos de las ciudades grandes que han estudiado, los vendedores de coches contra los profesores universitarios, los religiosos contra los antipatriotas y descreídos, las mujeres liberales contra los hombres conservadores, los hispanos y negros pobres contra los hispanos y negros ricos…
La fragmentación social e ideológica de Estados Unidos no es nueva. Hubo momentos antes de la Segunda Guerra Mundial parecidos a los que se viven ahora. Lo nuevo es que las élites utilizan esa fragmentación en su beneficio. Toda sociedad vive, sobre todo en momentos de transición, tensiones intensas. El problema surge cuando se piensa y se siente que “los otros” no son buenos estadounidenses, en realidad no son estadounidenses, no son españoles, no son italianos. La fractura profunda se abre cuando se traza una línea dentro de una comunidad y una parte le niega la pertenencia a la otra. La comunidad puede ser política, religiosa, cultural o de cualquier tipo. Es una operación que se realiza ayudándose de expresiones muy sencillas. Se dice, por ejemplo: “esa persona, ese grupo de personas, no son de los nuestros”. Se da a entender que solo hay una manera de ser estadounidense, o católico, o musulmán. Los que son estadounidenses, católicos o musulmanes de otro modo no lo son de verdad.
El mecanismo es destructivo. Si se afirma que los otros están excluidos de la pertenencia que se comparte, las personas no se conocen a sí mismas y viven siempre dominadas por el miedo, a la defensiva. Es el otro, el que comparte conmigo la pertenencia religiosa, política o simplemente la pertenencia al género humano, el que me desvela quién soy. Yo soy una incógnita para mí mismo y ese misterio solo empieza a comprenderse cuando me relaciono con lo distinto. La identidad no se desarrolla sin diferencia.
La polarización, la falta de un sentir común, va a reducir mucho el poder del candidato que resulte electo. Un presidente de los Estados Unidos tiene poco margen de maniobra en la política interior cuando no hay consenso. Sus iniciativas las bloquea el Senado y/o la Cámara de Representantes. Y eso es lo que está sucediendo desde hace ya varios mandatos. Trump puede intentar tomar decisiones con órdenes ejecutivas pero si son disparatadas hay mecanismos institucionales para frenarlas. Su objetivo es sustituir a los altos funcionarios por empleados trumpistas. Pero eso es más fácil de decir que hacer.
La verdadera diferencia la marca la política exterior, la que no interesa a los estadounidenses. Y ahí Trump sí tendría las manos libres para olvidarse de Oriente Próximo, para retirar el apoyo a Ucrania y fortalecer a Putin, para alejarse de los socios occidentales y para alejar, aún más, a Occidente del Sur global (los países en vía de desarrollo).
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