Los jóvenes y el corazón (2)

Cultura · José Luis Restán
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20 julio 2011
Páginas Digital publica la segunda parte de la ponencia pronunciada por José Luis Restán en el curso de verano de la Universidad Rey Juan Carlos "Los jóvenes y la Iglesia Católica".

Un desafío para la Iglesia

Naturalmente para la Iglesia todo esto constituye un desafío de primera magnitud, que me propongo abordar en este momento. Lo haré partiendo de un diálogo que Benedicto XVI mantuvo con los jóvenes en 2007 durante su visita a la ciudad de Génova. Uno de ellos le plantea lo siguiente: "nos falta un centro, un  lugar, o personas capaces de darnos una identidad; a menudo nos sentimos en la periferia de la historia, sin perspectivas y por tanto sin futuro; parece que aquello que esperamos no sucede nunca. Santidad ¿hay algo que nos permita llegar a ser importantes?"      

En esta pregunta ciertamente inteligente, despuntan varias cuestiones. Aquí resuena el deseo de "ser protagonistas" (quizás esto tenga que ver con el deseo de esa revolución difusa de uno de los jóvenes a los que refería al principio), en un contexto en el que cada individuo parece ser una pieza anónima de un gran mecanismo que manejan los diversos poderes económico, político, mediático-cultural. Está también la sensación de orfandad, de no pertenecer a un lugar ni a una tradición, de ser una barca en ese mar confuso de la red social. Está la denuncia de una dramática falta de maestros (y de padres) con los que poder medirse. Y está la inquietante duda sobre si la espera del corazón se cumplirá, ya que aquello que esperamos "no sucede nunca". La misma inquietud que embargaba a la chica de la tercera historia que comentaba al principio.

Y Benedicto XVI coge al vuelo este desafío y despliega una respuesta originalísima. El Papa arranca de la contraposición centro-periferia que había planteado este joven, y afirma que la gran tarea para este momento es generar centros vitales en esa periferia nebulosa en que se mueve la vida de la gente.

El problema, señala el Papa, es que las células vitales de la sociedad, llamadas a construir "centros" en la periferia, están en peligro, no cumplen suficientemente su función. La familia, la parroquia, las asociaciones civiles, los movimientos….     deberían ser lugares de encuentro donde se aprende a vivir, donde se hace experiencia de las virtudes esenciales. Es preciso reconstruir esta red de centros vitales en la periferia, en la confusión de nuestras sociedades complejas. Centros de fe, de esperanza, de amor y solidaridad, donde crezca el sentido de la justicia y de la cooperación.

Necesitamos el coraje de construir esos centros, apunta el Papa, que se oponen a la disolución del yo, que le permiten el encuentro con los otros, y que son un auténtico lugar educativo, donde cada uno descubre su propio rostro y se hace protagonista. ¿Y cómo puede suceder esto? Sólo si en estos lugares el cristianismo se reconoce como una vida que se puede experimentar, como el cumplimiento de la promesa de verdad, justicia, belleza y unidad, que cada uno reconoce en su propio corazón.

Hablarles al corazón. Una propuesta a la altura de sus deseos

Eso implica en primer lugar que esa propuesta (la fe de la Iglesia vivida dentro de las circunstancias) se arriesgue a medirse con las preguntas y los deseos del joven. Recientemente ha dicho el Papa a la diócesis de Roma que es necesario "recorrer este camino que permite descubrir el Evangelio no como una utopía, sino como la forma plena y real de la existencia". Y la existencia significa el amor por una chica, el deseo de trabajar, los contenidos del estudio, la preocupación por la ciudad común, el temor al futuro… Mostrar que en cada una de esas facetas, la fe es la forma plena y real de la existencia, la única que está a la altura de los deseos del corazón del hombre, es absolutamente necesario para que el cristianismo sea algo relevante, algo que no barrerá el viento de la vida con sus fracasos y dolores.     

Y esto implica estar dispuestos a correr el riesgo de medir la propuesta cristiana con la razón y con la libertad de los jóvenes, en un diálogo que puede ser (mejor, ¡que siempre es!) dramático y que requiere tiempo. Para eso no necesitamos un sistema o una organización, lo que necesitamos es un testigo: alguien cuya vida haya sido cambiada por el encuentro cristiano, alguien que "pertenece" a la comunidad de la Iglesia y que se "expone", dando razón de su experiencia frente al que tiene delante. Como decía el joven que interpelaba al Papa "nos faltan  personas capaces de darnos una identidad". Esa persona es el testigo, y sin ella no hay propuesta ni educación, sin testigos esos espacios (familia, parroquia, escuela, comunidad) no serán "centros en la periferia". Y por eso aunque muchos pasan por allí, sus vidas no cambian.

Lo que puede vencer al relativismo no es un discurso correcto ni tampoco una mera propuesta de cambio moral. Lo que vence al relativismo (de los jóvenes y de los adultos) es el encuentro con la Verdad hecha carne, con la fascinación y la correspondencia de Cristo presente en la vida de la Iglesia. Una vida que no se reduce a doctrina, a moral o a prácticas de piedad. Es una vida-vida: "Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante", dice Jesús en el Evangelio.

Tenemos que aceptar el riesgo de confrontar la propuesta cristiana (en toda su extensión y profundidad) con la libertad y la razón de los jóvenes. Y no basta con un enunciado, se trata de acompañar a los jóvenes en la verificación de la conveniencia humana de la fe. Precisamente lo que provoca el desapego y la irrelevancia, es la falta de esta verificación: que viviendo la fe sabré querer cien veces más a la chica de la que estoy enamorado, podré disfrutar cien veces más de lo que estudio, podré mantener cien veces más el impulso por construir una ciudad más hospitalaria y digna del hombre, podré afrontar cien veces mejor el vértigo de la enfermedad y del dolor. Porque el cristianismo es un plus de humanidad, porque como repite incansable Benedicto XVI, "Dios no quita nada, lo da todo".              

En ese mismo diálogo con los jóvenes de Génova, Benedicto XVI decía que "la fe crea una compañía de personas en camino…. en la que, no obstante todos los problemas, nace la alegría de vivir". Yo he asistido, (¡asisto todavía!) al espectáculo de esa compañía de personas en camino. En camino por las circunstancias de la vida personal y de la historia, y por tanto nunca es un camino de rosas. Así la vida adulta se convierte en la verificación madura de los ideales de la juventud, en lugar de ser la playa a la que llegan los desechos de nuestros sueños. La "victoria" de la fe se juega en esta dramática disyuntiva. Porque no invitamos a los jóvenes a venir para otra cosa, sino para hacer este camino que les lleve a descubrir la verdad de su propia vida: que el deseo de su corazón no es una broma pesada, sino la huella imborrable que ha dejado el Dios que es razón creadora y amor definitivo. Un Dios que se puede encontrar por los caminos del mundo, como lo encontraron aquellos galileos hace más de dos mil años.  

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