Los deberes del Estado frente a los derechos de los padres en materia de educación
Las tendencias estatalistas y "liberales" se han enfrentado a lo largo de los siglos, especialmente a partir de la Revolución Francesa, como recientemente ha puesto de manifiesto entre nosotros C. L. Glenn (El mito de la escuela pública, ed. Encuentro, Madrid 2006). Esta tensión ha pervivido hasta nuestros días, de manera que los Estados constitucionales modernos, a la hora de regular normativamente este derecho, han optado -a modo de decisión salomónica- por repartir los ámbitos de responsabilidad en esta materia. A los poderes públicos les corresponde determinar cuáles han de ser los contenidos de la enseñanza escolar o, en términos del artículo 27 de nuestra Norma Suprema, "la programación general de la enseñanza". A los padres, por su parte, les corresponde el derecho de elegir el tipo de formación religiosa y moral o filosófica que han de recibir los niños. Dos ejemplos de ello -aunque podríamos citar otros- los encontramos en el antes referido artículo 27 de nuestra Constitución y en el artículo 2 del Protocolo núm. 1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Tal estrategia normativa no es, ni mucho menos, definitiva, pues en muchas ocasiones se plantean problemas de difícil solución: nos referimos a los supuestos en los que los deberes estatales colisionan con los deberes de los progenitores. Estas colisiones se producen cuando la enseñanza diseñada por los poderes públicos tiene por contenido -en todo o en parte- cuestiones de índole moral, religiosa o filosófica.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha arrojado alguna luz en cuanto a la resolución de tales conflictos. Para empezar, ha señalado que los Estados están legitimados para incluir en los planes de estudio enseñanzas de ese tipo. Pero deben respetar, en todo caso, el derecho de los padres a elegir la enseñanza religiosa o filosófica que esté de acuerdo con sus convicciones. Pero, ¿cuándo puede decirse que el Estado está respetando los derechos paternos?
En primer lugar -señala el TEDH- el Estado debe renunciar al intento de adoctrinamiento (v., por todas, la Sentencia de 7 de diciembre de 1976, caso Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen contra Dinamarca). Ése es un límite a no rebasar. Pero, en su jurisprudencia más reciente (v. las Sentencias de 29 de junio y 9 de octubre de 2007, que resuelven los casos Folguero y otros contra Noruega y Hasan y Eylem Zengin contra Turquía, respectivamente), ha aportado alguna indicación más. De acuerdo con ella, no bastaría con que no exista por parte de los poderes públicos tal intencionalidad adoctrinadora. Es necesario que, de facto, se trate de una enseñanza lo suficientemente equilibrada, neutral u objetiva, que no privilegie una determinada visión del mundo sobre otras presentes también en la sociedad de la que se trate. De no ser así, el Estado tiene que poner a disposición de los padres un sistema satisfactorio de dispensa para los alumnos.
Es cierto que esta doctrina ha sido acuñada para supuestos en los que el objeto de la enseñanza era "el hecho religioso", pero me parece que puede adaptarse mutatis mutandi a casos en los que el contenido de las asignaturas sea de índole moral, filosófica o, digámoslo de otro modo, ideológica.