Llamémosle Paco

Paco es un hombre peculiar. Es discreto, lleva jersey de rayas y una forma inconfundible de saludar. Dentro de la empresa no tiene ningún cargo importante, probablemente menos talento que muchos, que suple con horas de más. Solo descansa un día a la semana, que dedica a algún tipo de voluntariado. Es difícil averiguar cuál porque ha hecho tantas cosas a lo largo de su vida y las cuenta tan atropelladamente que al final no queda claro si ha pasado el lunes en la cárcel o con los mendigos a la salida de la parroquia.
Cada mañana, en su trayecto de la puerta a su mesa, Paco pasa casi desapercibido, habla tan bajito que es difícil oírle entre el jaleo –a pesar de que hay cuatro gatos, porque el teletrabajo sigue a la orden del día–. Si estás enfrascado en tu pantalla o con los auriculares (no hace falta que el volumen esté muy alto), la llegada de Paco se te pasará por alto. La cosa cambia cuando eres tú el que se levanta y pasa por su lado, da igual lo que esté haciendo o su nivel de concentración que siempre levantará la vista para cruzar una mirada contigo.
Sentarse cerca de Paco es ser testigo de un punto de encuentro porque todos se paran a hablar con él. Los que lo hacen con todos y los que no, los que van con prisa, los que van casi de paseo, los que llegan tarde o los que salen a tomar el café. Y aunque el intercambio se reduzca a una leve sonrisa escondida en la mascarilla no puedes no ir con todo delante de Paco. Porque, aunque él no conoce tus miserias, ni tus miedos, ni tu mal humor de hoy, o la discusión que has tenido con otro compañero, y probablemente no los conozca nunca –no hace falta– delante de él no importan. Y no porque desaparezcan, porque no desaparecen, sino porque él te seguirá preguntando «¿cómo estás?» cada mañana como si fueras la persona más importante del mundo.
Hoy ha habido elecciones en Cataluña y no puedo evitar pensar que si los candidatos, desde Illa, a Junqueras o Ignacio Garriga, pasaran por el pasillo donde se sienta Paco mañana por la mañana, él les preguntaría a todos con la misma ternura «¿cómo estás?» y ellos marcharían mirando al suelo y esbozando una sonrisa oculta en las mascarillas. Evidentemente, Paco no se llama así.