Editorial

Libertad para ser de todos

Editorial · Fernando de Haro
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12 junio 2016
Empieza la campaña electoral en España. Campaña para unas elecciones repetidas. ¿Campaña también para la comunidad católica que, por el hecho de ser comunidad, es un factor de la vida política? ¿Qué posición es la más conveniente para esta realidad “sui generis”? Desde luego la respuesta no es sencilla y seguramente buena parte debe quedar abierta.

Empieza la campaña electoral en España. Campaña para unas elecciones repetidas. ¿Campaña también para la comunidad católica que, por el hecho de ser comunidad, es un factor de la vida política? ¿Qué posición es la más conveniente para esta realidad “sui generis”? Desde luego la respuesta no es sencilla y seguramente buena parte debe quedar abierta.

El presidente de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Ricardo Blázquez, en una reciente entrevista ha asegurado que España “se encuentra en una encrucijada histórica”. Por eso es necesario mantenerse en el cauce constitucional, superar “proyectos ideologizados”. Ya en otra ocasión reciente Blázquez advertía de una descalificación mutua en el ámbito político y de una confrontación que resucita las dos o las muchas Españas. El presidente de la CEE criticaba, además, las posiciones anticlericales de los ayuntamientos en los que gobierna Podemos. Sin mencionar a la formación populista aseguraba que “no se ven aciertos en las instituciones”.

Si la hora es tan “grave”, ¿no convendría que los líderes de la comunidad cristiana y sus instituciones se pronunciaran de modo más concreto para frenar la amenaza del populismo? ¿No habría que establecer al menos unos criterios claros para orientar el “voto bueno”?

El Concilio Vaticano II y su adecuada asimilación, todavía pendiente como ha señalado el cardenal Sebastián, ayudan a hacer una distinción entre la comunidad cristiana, sujeto político en sentido amplio, los políticos cristianos y las opciones que toman los cristianos en política. A la luz del Vaticano II, de la historia española de los dos últimos siglos y de las circunstancias actuales se puede comprender la conveniencia de no sugerir un voto.

Los pastores de la Iglesia al indicar que en España falta diálogo, capacidad de superar los proyectos ideológicos o falta de valoración del otro no están haciendo escapismo político ni consagrando necesariamente una forma de dualismo que saca a la fe de la vida pública. Apuntar a las tendencias de fondo que se mueven en esta encrucijada no representa una huida de la realidad, sino ofrecer una mirada más profunda. Mirada de la que luego habrá que sacar las consecuencias contingentes en un nivel de la política más concreto que no es el propio de la comunidad cristiana entendida en su conjunto. Sin esa mirada larga no se hace una aportación decisiva.

Hay preocupación lógica por la libertad. La libertad de la Iglesia –ejercida en beneficio de todos- es, de hecho, el gran criterio político. Pero esa libertad no se ve solo limitada de forma externa, también se restringe con ciertas alianzas que se han producido a lo largo de la historia. Alianzas que han restado limitación para la catolicidad propia de su misión: ser para todos testigos de la novedad del acontecimiento cristiano. Hemos tenido experiencia en los últimos siglos y en los últimos decenios de lo mucho que se pierde con cierto tiempo de alianzas. El “occidentalismo cristiano” de la segunda postguerra mundial – resucitado por los teocon estadounidenses de la época Bush en contra del relativismo-, el “tercermundismo cristiano” de la descolonización y de los años 70, algunas formas de teología de la liberación o ciertas teologías anticasta en la India han acabado siendo todas ellas formas de teología política. Son todos abrazos del oso, llevados a cabo con muy buena voluntad en nombre de la urgencia y de las necesarias mediaciones, que pusieron y han puesto a la comunidad cristiana de una parte, haciéndole perder su libertad esencial: la posibilidad de ser con todos y para todos. Se pierde mucho más de lo que se gana con este tipo de alianzas. Sería absurdo que la defensa de las obras cristianas obligara a renunciar al derecho y el deber de catolicidad. Ni estamos en los años de la postguerra europea en la que el sur de Europa estaba amenazado por el comunismo, ni estamos en la Europa de los años 90 del pasado siglo. Quizás entonces el partido único, el voto único fueran necesarios. Han cambiado las circunstancias. Ha cambiado la conciencia que tiene la comunidad cristiana de su tarea.

Afortunadamente, especialmente en España, se ha aprendido mucho desde que Pío IX a mediados del XIX, acosado por un liberalismo poco liberal y muy anticlerical, adoptara una posición absolutamente defensiva ante lo moderno. Desde mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el siglo XX es difícil encontrar una figura católica en la Península Ibérica que haga una valoración positiva de la Ilustración y de sus consecuencias políticas. Solo Jovellanos parece defender la necesidad de “oponer la sólida y verdadera a la falsa y aparente Ilustración”. Desde la Guerra de la Independencia de comienzos del siglo XIX todas las guerras siguientes contra el liberalismo tienen cierto matiz de guerra santa. Los “derechos de la verdad” durante los 150 años en los que se fragua la España contemporánea se intentan defender, en oposición al liberalismo, a través de un cierto estatus legal o político. Por eso es tan decisiva la “onda larga” que se inicia con la reconciliación de los años 60 y con el Concilio Vaticano II. Si hay algún país donde la Dignitatis Humanae, el documento sobre la libertad religiosa, tiene especial sentido es en España. La Ilustración ya no es el enemigo. La modernidad herida, con sus perplejidades, invita a la Iglesia a retomar lo que le es más propio en un contexto de pluralismo y desconfianza absoluta en el único tribunal decisivo: la libertad de cada persona.

Al llegar la Transición, con el Concilio Vaticano II muy reciente, el cardenal Tarancón rechaza la formación de un partido católico que entonces era posible. El voto católico se ha repartido desde entonces entre las formaciones de izquierda y de derecha. Puede entenderse ese gesto como un signo de debilidad, como un triunfo de cierto catolicismo bien tecnocrático, bien progresista que deja su propia experiencia en la sacristía. Puede haber mucho de eso. Pero ese mismo gesto puede ser interpretado en el presente como la expresión de un deseo de mayor libertad de la comunidad cristiana. Una comunidad que -sin renunciar de ningún modo a la presencia social, a su naturaleza de comunidad política entendida en un sentido amplio- se expresa con el juicio y en el testimonio en una sociedad en la que el otro puede no ser enemigo, se expresa con votos diferentes, con políticos en diferentes formaciones y con obras que maduran y se hacen menos dependientes de los diferentes partidos.

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