Las víctimas del 68
¿De qué se trata, pues? En las actuales circunstancias de disolución cultural, y de supresión de la experiencia educativa, son cada vez más los intelectuales que, habiendo bebido en su día en las bulliciosas aguas del 68, experimentan ahora una decepción radical y una urgencia ante lo que sienten como el desmoronamiento de toda posibilidad de seriedad humana. Constatan la desaparición de los vínculos sociales, de los principios comunitarios, de las relaciones educativas, de los referentes éticos -típicos de la izquierda clásica-; se alarman al comprobar que ya no hay espacio para la honestidad intelectual, que no hay compromiso con la racionalidad, que hemos desembocado en una pseudo-sociedad adolescente e infantilizada. En este contexto, la llamada cultura "progre", que no es más que la marca de fábrica del poder, encarna todo lo que estos intelectuales desencantados y errantes detestan: la homologación ultraburguesa y ultracapitalista (de la que habló Pasolini, que hizo su 68 particular), la supresión de la "diferencia" (término acuñado por el sesentayochista Derridá), la supeditación de la política y la cultura a los dictados del mercado. Ellos piensan que se ha negado el 68, cuando lo que ha ocurrido es que éste ha llegado a sus últimas consecuencias.
En esta situación descrita, muchos de estos intelectuales amenazados de escepticismo encuentran en el catolicismo, otrora enemigo frontal, un inesperado compañero de camino. ¿Cómo es posible? Ellos encuentran en la Iglesia un lugar donde se custodian todos aquellos elementos de vertebración social que han visto disolverse a su alrededor: una experiencia y conciencia de pueblo, la articulación orgánica del principio de autoridad, una tensión ideal aglutinante, una cosmovisión con una moral asociada, un sentido operativo de la tradición… y por encima de todo una valoración extrema y positiva de la razón humana. Los que en el 68 representaban todo aquello que había que derribar, los católicos, ahora se han convertido en los únicos interlocutores dispuestos a tomarse en serio determinadas cosas. Muchos de estos intelectuales, a consecuencia de sus encuentros con experiencias católicas como las citadas más arriba, se han visto obligados a revisar sus propias convicciones, a entrar "en crisis", en diálogo profundo con la cultura católica. En este sentido, la figura de Benedicto XVI se ha convertido en un faro referencial por su capacidad de exponer la fe y sus consecuencias desde un respeto escrupuloso a la razón.
Creo que estas situaciones de acercamiento y diálogo entre los católicos y esas víctimas del 68 van a ser cada vez más frecuentes. No son nuevas (recordemos los debates entre Ratzinger y Habermas, o la trayectoria del Meeting de Rímini desde su origen), pero ahora van a ser paso obligado para los unos y para los otros. Los encuentros intracatólicos -congresos, cursos, jornadas…- están bien, pues permiten a los cristianos conocerse, compartir puntos de vista, profundizar la comunión, articular una presencia pública y política… pero no dejan de ser encuentros en los que católicos les cuentan a católicos cosas católicas con las que se está de acuerdo a priori. Urge que esos foros sean cada vez más lugares de encuentro y diálogo con intelectuales honestos que buscan como pueden fórmulas que superen la actual debacle de lo humano. En el camino de la historia, la Iglesia, ajena a la ley del péndulo, siempre acaba reencontrándose con los que buscan la verdad.