Las revoluciones norteafricanas, un desafío para todos

Mundo · Martino Diez
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2 septiembre 2011
Hay momentos en los que resulta difícil establecer el tiempo que dura un semestre: la primavera de 2011 es probablemente uno de ellos. Desde el principio, en Occidente no dimos gran importancia al referéndum que en enero allanó el camino hacia la independencia de Sudán del Sur, siendo la primera modificación en las fronteras de un Estado africano post-colonial (la observación, por ironías del destino, procede del coronel Gadafi). Pero justo después, en una sucesión de sublevaciones populares, asistimos al fin de los regímenes de Ben Ali y Mubarak, a los desórdenes en Bahrein y al inicio de la revuelta en Libia, que pronto degeneró en una guerra civil con unos rasgos muy inciertos, y mientras tanto se registran conflictos cada vez mayores en Siria y Yemen.

Hemos visto a los manifestantes egipcios acampados en la plaza Tahrir, a los contra-manifestantes reclutados por el gobierno salir al galope sobre sus camellos por las calles de El Cairo, a los rebeldes libios dispersarse ante el ejército regular, así como los videos que nos llegan sesgados desde Siria, envueltos en dudas pero clarísimos al menos en una cosa: también en Damasco se dispara y se muere. Hemos tratado de seguir la rápida evolución de la situación, privilegiando en la medida de lo posible el relato de los que viven allí. Hemos mirado con estupor y pasión el emerger de una nueva y poderosa demanda de libertad en pueblos que muchos consideraban condenados a un inmovilismo sofocante. Sin embargo, es el momento de poner el punto final. Las múltiples imágenes que los medios han emitido nos dan la sensación (o, mejor dicho, la ilusión) de que estamos "en primera línea", pero en el fondo, ¿qué hemos aprendido de lo que ha sucedido, y sobre todo de lo que sucederá?

Sunitas y chiítas

En la euforia inicial de las revoluciones, mientras caían muchas referencias habituales, el escenario parecía tan cambiado que resultaba irreconocible. ¿Se trataba de una gigantesca tabla rasa que rompía todos los vínculos con su pasado? Claramente, no. Cada día que pasa confirma la impresión de que estas revueltas (que llamamos justamente revoluciones) han introducido una novedad real, pero para contextos muy específicos. Abanderar un eslogan en El Cairo no es igual que gritarlo en Pekín. Como dice una aguda observación, «la democracia liberal no es "el fin de la historia"».

Por eso queremos fijarnos en un asunto particular, como es la tensión irresoluta entre las comunidades sunita y chiíta, con profundas raíces en el pasado y que representa según muchos analistas la nota principal del Oriente Medio contemporáneo. Con los cristianos en medio, como podemos ver en Líbano.

Hasta ahora, la revolución ha tenido éxito en dos de los países más homogéneos de la región, pero en contextos más diversos las contraposiciones sectarias pueden encontrar una presa fácil. Aparte del caso límite de Bahrein, donde la tensión viene de antiguo (décadas si no siglos), este discurso también vale para Siria, para Iraq y quizás también para Arabia Saudí. Las revueltas y revoluciones están alterando relaciones consolidadas (tal vez no en la dirección indicada por los medios), y funcionan también como un arma inadecuada. Si se nos permite una imagen, cada uno vela por sus intereses, y echa la patata caliente al campo del vecino. Es muy probable que estallen injerencias extranjeras entre vecinos que ya se soportan con dificultad.

Resulta novedosa la reivindicación de más libertad por parte de una generación que algunos, como Olivier Roy, definen desde hace años como "post-islamista". Naturalmente, no en el sentido de que haya abandonado la religión, sino en el sentido de que se relaciona con ella de una forma distinta, ya no se puede reducir a una alternativa entre movimientos islamistas de contestación y la propaganda de una religión quietista por parte de Estados que sólo con mucha miopía pueden definirse como "laicos". Un ejemplo es el asesinato de Bin Laden, que no significa el final del terrorismo, sino que el nuevo escenario medioriental no implica en absoluto la desaparición de los movimientos de inspiración islámica. Al contrario, los considera una fuerza bien organizada, aunque sujeta a evoluciones internas impredecibles, que desarrollará un papel muy significativo en los años venideros. Pero lo más impresionante que emerge de estas revoluciones es la separación entre las nuevas generaciones y las instituciones religiosas oficiales, musulmanas y cristianas.

Un tercer elemento, hasta ahora ampliamente infravalorado, es el peso de la economía en todos estos fenómenos. Casi todos los estados mediorientales funcionan con un sistema de rentas que, sobre todo allí donde el nuevo boom petrolífero no influye en el pago de deuda de la administración pública, se está mostrando insostenible. Como ya sucedió en la revolución del 89, con la necesidad de abrir nuevos mercados para poner fin a sistemas burocráticos ineficientes y corruptos que complicaban el progreso económico, también en la primavera árabe se debe tomar en consideración una clave de lectura análoga. Si la interpretación es plausible, puesto que los estados con estas características no se limitan sólo a Egipto, Túnez y Libia, podemos suponer que las presiones y desórdenes continuarán durante mucho tiempo.

Mientras tanto, Europa se ha reencontrado, en su versión actualizada, con el problema de los inmigrantes y refugiados. Una política con amplitud de miras (para entendernos, un tipo de política que no habría comenzado la arriesgada guerra de Libia con la convicción de que el régimen de Gadafi caería en pocos días) exigiría un renovado apoyo económico, pues incluso la revolución de ideales más nobles está abocada al fracaso si no puede garantizar un mínimo de bienestar para la población.

Ante lo nuevo

¿Y dónde quedan los cristianos en medio de todo esto? Nuestra necesaria y -reconozcámoslo- fascinante reflexión geo-política no debe dejar en un segundo plano el modo en que los cristianos de Occidente y de Oriente, junto a los creyentes musulmanes, deben afrontar el complejo proceso de mestizaje de pueblos y civilizaciones hacia formas de vida buena, más abiertas y sólidas que las actuales.

Antes de la revolución de enero-febrero, los cristianos egipcios pasaron una prueba de fuego. Cuando, tras los atentados de fin de año en Alejandría, los manifestantes se dirigieron a los representantes del gobierno, algunos empezaron a entender que, o bien los coptos estaban locos, o la administración egipcia no era el baluarte de las minorías que aparentaba ser. Durante los días de las manifestaciones, una renovada concordia islamo-cristiana alimentó muchas esperanzas. Pero si las comunidades minoritarias hicieron en los meses pasados la función de "indicadores" de un malestar general primero y de una renovada unidad popular después, el retorno de la violencia inter-confesional en El Cairo y otros países no debe dejar de ser un motivo de seria precoupación. En el nuevo Oriente Medio, ¿habrá más o menos espacio para las minorías, más o menos libertad religiosa? Esta es la angustiosa pregunta que se hacen muchos cristianos orientales, con una insistencia comprensible, hasta el punto de que a veces éste parece ser el único parámetro de cualquier análisis posible.

Un dato evidente es que el viejo sistema de protección, que por otro lado no ha evitado un imponente éxodo en la región, ya no existe o se está desvaneciendo. Aferrarse a lo poco que queda no parece ser una estrategia que pueda durar mucho. Hace falta ser valientes y tomar conciencia de que, como ya sucedió en el pasado, los cristianos no piden privilegios para unos pocos, sino derechos para todos. «Al escuchar las reivindicaciones -afirma S.E. Mons. Audo- de las masas populares desde Túnez hasta Egipto, pasando por Libia y los países del Golfo, no se puede evitar percibir un misterioso vínculo entre el llamamiento del Sínodo y todo lo que la juventud árabe y musulmana reivindica hoy, como la justicia y la libertad». ¿Quién quiere ser el hombre del tercer milenio? Esta es la pregunta que, según el cardenal Scola, resuena con fuerza en todas las latitudes, también más allá del Magreb.

El pasado mes de mayo, el Santo Padre honró al noreste italiano y a la ciudad de Venecia en particular con una intensísima visita apostólica. En su discurso en Aquilea, Iglesia madre no sólo del Patriarcado veneciano sino de más de 50 diócesis desde Hungría a Baviera, afirmó: «No reneguéis nada del Evangelio en que creéis, sino estad en medio de los demás hombres con simpatía, comunicando en vuestro propio estilo de vida ese humanismo que hunde sus raíces en el cristianismo, tratando de construir junto a todos los hombres de buena voluntad una "ciudad" más humana, más justa y solidaria». Desde orillas de ese Adriático que «lleva el Mediterráneo al corazón de Europa» (de nuevo son palabras de Benedicto XVI), sentimos esta invitación como la palabra más adecuada frente a los desafíos que nos esperan.

Publicado en Oasis

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