Las flores de la guerra

Cultura · Juan Orellana
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7 marzo 2013
Las flores de la guerra es la adaptación de una novela de Yan Geling titulada Las 13 mujeres de Nankín. El propio novelista y Liu Heng son los guionistas. A pesar de estar rodada en gran parte en inglés, es una producción china. La historia comienza el 13 de diciembre de 1937, en plena guerra chino-japonesa, cuando el ejército imperial nipón ha tomado brutalmente la capital, Nankín. Una joven narradora Shu (Zhang Xinyi) va a conducirnos por una historia trágica de dimensiones épicas.

El protagonista es un embalsamador americano, John Miller (Christian Bale), que trata de llegar entre bombas a la llamada catedral de Manchester, para enterrar al párroco y cobrar por su inhumación. Al llegar allí sólo quedan las 12 alumnas de un convento católico, de unos trece años de edad cada una, y George Chen (Huang Tianyuan), un jovencito huérfano asistente del párroco. El licencioso y borracho John decide a regañadientes proteger a esas chicas, ya que el Ejército, comandado por el Coronel Hasegawa (Atsuro Watanabe) rodea el edificio, aunque por razones misteriosas no parece querer violentar a sus habitantes. La historia se complica cuando doce jóvenes prostitutas de un famoso burdel corren a refugiarse en la Catedral. John tiene que hacerse pasar por sacerdote para gestionar esa delicada situación, que tendrá un conmovedor y tremendo desenlace.

El director chino Zhang Yimou vuelve a exhibir su magistral oficio en una película de tema histórico, en la que combina la poesía de sus mejores cintas, con la aparatosidad digital de sus películas de artes marciales. Lo primero que hay que advertir es que se trata de una película tremendamente dura, con situaciones muy fuertes, sin que ello signifique que Yimou pierda la elegancia que le caracteriza. Nos muestra los horrores de una guerra genocida, que ya vimos en películas como Ciudad de vida y muerte (Lu Chuan, 2009), una guerra en la que la violación de mujeres era una práctica muy extendida entre los soldados invasores. Se agradece que Yimou sea mucho más arriesgado al mostrar la violencia de las armas, y mucho más delicado con las violaciones, que nunca se filman explícitamente.

Las flores de la guerra es fundamentalmente una historia de redención. John se ve obligado a convertirse en "padre", no sólo porque empiece a vestir sotana, sino porque las circunstancias le llevan a asumir un rol de paternidad: tiene que cuidar, proteger, dar esperanza, atender necesidades… y salvar a esas personas, incluso poniendo en peligro la propia vida. Además, muchos personajes tienen una historia dolorosa con su padre biológico: o le han perdido, o tuvieron con él una relación traumática. Esa paternidad sobrevenida le hace a John encontrar un sentido a su errática existencia, y le lleva incluso a recurrir al Padre con mayúsculas, con el que no tenía ninguna relación desde pequeño. La paternidad tiene otro referente interesante en el personaje del colaboracionista Sr. Meng, un padre incomprendido por su hija pero que sólo piensa en salvarla.

Otro elemento clave en la construcción dramática del film es el sacrificio. Las prostitutas y John van comprendiendo que hay una posibilidad de redención en sus vidas, y que esta pasa por el sacrificio, un sacrificio que sirva para salvaguardar la poca inocencia que aún queda en aquel infierno. Todo el pecado de los personajes se va transformando en el altar del sacrificio, y lo que empieza como un abanico de mezquindad termina como un racimo de amor que brota a borbotones.

La simbología visual del film, muy profusa como siempre en Yimou, tiene un referente privilegiado: todas las vidrieras y especialmente la vidriera del rosetón, que es como el ojo luminoso de Dios que lo ve todo. Una vidriera que une el mundo de la luz de la salvación, con el tenebroso ámbito de la muerte y el horror. Los personajes que viven en la Catedral son los únicos que pueden verse bañados por esa Luz alegre que viene de lo alto. De hecho, el plano final tomado desde la vidriera polícroma del rosetón puede verse como una esperanzada metáfora del la entrada al Paraíso, el lugar de la Luz donde las cosas vuelven a ser bellas después de haber vencido a la muerte.

Musicalmente, la película es un prodigio. Yimou logra una hermosa simbiosis entre el gregoriano y la melodía china del violín oriental de Joshua Bell, entre la música sacra occidental y la partitura oriental de Qigang Chen. Tanto en la banda sonora como en la fotografía, Yimou consigue una armonía entre la estética cristiana y su tradición china, en la que se nota que él está especialmente cómodo, y para el espectador es un testimonio de belleza incardinada en una historia llena de odio y amor por partes iguales. Una obra monumental.

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