Editorial

La primera política es la confianza

Editorial · Fernando de Haro
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22 septiembre 2019
Los españoles volverán a votar el próximo mes de noviembre. Cuartas elecciones en cuatro años. Las preguntas se amontonan. ¿Es una catástrofe volver a las urnas? ¿Hay algo en el ADN de los nuevos políticos españoles que les impide llegar a acuerdos que sí se alcanzan en otros países? ¿El sistema de partidos que surgió tras la crisis y tras los casos de corrupción del PP ha provocado ingobernabilidad? ¿Qué consecuencias tiene esta repetición?

Los españoles volverán a votar el próximo mes de noviembre. Cuartas elecciones en cuatro años. Las preguntas se amontonan. ¿Es una catástrofe volver a las urnas? ¿Hay algo en el ADN de los nuevos políticos españoles que les impide llegar a acuerdos que sí se alcanzan en otros países? ¿El sistema de partidos que surgió tras la crisis y tras los casos de corrupción del PP ha provocado ingobernabilidad? ¿Qué consecuencias tiene esta repetición?

La emergencia de VOX en las elecciones del mes de abril provocó que el número de partidos nacionales con representación parlamentaria se elevara hasta cinco. Solo en las primeras elecciones democráticas de 1977 había sucedido algo remotamente parecido. Desde los inicios de los años 80 hasta las elecciones de 2015, el centro izquierda (PSOE) y el centro derecha (PP) se habían alternado en el poder con mayorías absolutas o mayorías simples, apoyados por nacionalistas vascos y catalanes. Estos últimos no habían optado hasta entonces abiertamente por la independencia. Hace cuatro años, tras los sacrificios exigidos por la crisis y la corrupción, el sistema de partidos se fragmentó a izquierda y a derecha con la aparición de Ciudadanos y de Podemos.

Pero no hay nada en ese sistema que impida la formación de mayorías suficientes. El PP y el PSOE, los dos partidos más clásicos, han sufrido importantes desgastes cuando han salido del poder pero luego se han recompuesto. Los populares parece que van camino de ello. Y la estructura ideológica es bastante clásica (izquierda-izquierda, centro-izquierda, liberales que pueden hacer de bisagra, y centro-derecha). Tampoco hay una especie de maldición oculta y una resistencia general al diálogo. En 2015 hubo que repetir comicios porque el líder de los socialistas, Pedro Sánchez, se negó –con una opción personalísima– a facilitar el Gobierno de Rajoy. Y en 2019 no ha habido investidura por la personalísima opción de Sánchez de no negociar seriamente los apoyos necesarios, por el personalísimo empeño de Iglesias, el líder de Podemos, de entrar en el Gobierno. Y por la personalísima opción del líder de Ciudadanos, Rivera, que ha preferido intentar ser el líder de la oposición. Algunas de estas opciones seguramente hubieran sido diferentes si Sánchez no hubiera llegado al Gobierno con el apoyo del independentismo catalán y si no hubiese buscado sus votos durante un tiempo.

La repetición de los comicios ha convertido a la clase política en la segunda preocupación de los españoles, pero no provoca un alejamiento de los partidos. Es lo que refleja el Estudio de Valores 2019 de la Fundación BBVA, que compara las actitudes en Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y España. Los españoles son los que más piensan que los políticos se dedican a sus intereses y no al bien común (82%), solo superados por los italianos (87 por ciento). Pero el porcentaje de españoles que dice no identificarse con los partidos tradicionales es el más bajo de los países de su entorno, muy por debajo de Italia que está en máximos. Hay un 23 por ciento de españoles que dicen no estar interesados en la política, pero es un porcentaje idéntico a la media. La valoración de la democracia está en el 4,6 sobre 10 (similar a la de los países de su entorno), pero ha mejorado desde 2012 a pesar de las repeticiones electorales.

A pesar de la casi unanimidad en la descalificación de los políticos, no se cuestiona el sistema de partidos ni la anti-política está disparada. Probablemente lo peor de la repetición electoral son otros dos efectos secundarios. El primer efecto es que el Congreso no legisla desde hace cuatro años y no se acometen reformas esenciales en el ámbito educativo, de mejora de la estructura económica, de la productividad o del mercado de trabajo. Los períodos de Gobierno han sido demasiado cortos y las mayorías inexistentes. Las diferencias ideológicas no serían insuperables. Pero el intento de secesión de Cataluña ha absorbido las energías disponibles. El segundo efecto es menos perceptible. Las opciones personales que han llevado a los políticos a no pactar se han enmascarado con discursos sistemáticamente faltos de sinceridad y con mucha simulación. Han dicho una cosa o la contraria casi al mismo tiempo. El tacticismo y las descalificaciones del otro lo han invadido todo. El lenguaje de los líderes ha estado distanciado casi de forma infinita de la verdad más elemental. La desconfianza hacia sus palabras y la desconfianza entre ellos lo ha invadido todo. Y es difícil pensar que estos ejercicios no hayan acabado permeando a una sociedad con debilidades claras. España es un país con baja vertebración asociativa y con tres formas preferentes de participación política: el voto, las manifestaciones y las huelgas. A lo que se añade que los españoles tienen la mentalidad más estatalista de su entorno (el 76 por ciento piensa que el Estado es el responsable principal de que todos los ciudadanos tengan un nivel de vida digno).

En este contexto, con poca mediación social, es fácil que la falta de palabras de verdad y la desconfianza se transmitan de arriba abajo. De hecho, según los datos de la Fundación BBVA, la confianza interpersonal se ha recuperado ligeramente pero está en unos niveles muy bajos, como en Italia y en Francia. Hay ya un 30 por ciento de españoles (y eso no sucede en el entorno) que piensa que no puede confiar nada o muy poco en otras personas. La primera política hoy para los españoles es recuperar la confianza.

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