Venezuela

La libertad y el poder de los sin poder

Mundo · Alejandro Marius
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3 mayo 2017
¿Alguien puede estar tranquilo frente a la violencia que estamos viviendo? ¿Nuestra felicidad pasa por eliminar al otro porque es diferente, porque piensa distinto? ¿Si se lucha por nuestros derechos, hasta qué punto eso se puede hacer atropellando los derechos de los demás?

¿Alguien puede estar tranquilo frente a la violencia que estamos viviendo? ¿Nuestra felicidad pasa por eliminar al otro porque es diferente, porque piensa distinto? ¿Si se lucha por nuestros derechos, hasta qué punto eso se puede hacer atropellando los derechos de los demás?

La Declaración Universal de los Derechos Humanos (que existe desde 1.948) en su primer artículo dice que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, y hoy en Venezuela parece que estamos a años luz de esto. El punto de partida del “ser humano” es la libertad, y mucho se ha escrito sobre ella, incluso siglos antes de que se declararan universales estos derechos humanos. La libertad ante todo es un don, porque es esencia misma del ser humano hecho a imagen y semejanza de Dios, y para ser libres no es indispensable que eso este consagrado en un documento o ley, porque es nuestra esencia, nuestra naturaleza. Por ello es un verdadero misterio que Dios ame más nuestra libertad que cualquier otra cosa, con todo el riesgo que eso supone. Porque un uso inadecuado de la libertad, como estamos siendo testigos en Venezuela, nos puede llevar también a la destrucción. Dios corrió el riesgo más grande de la historia al someter a su único hijo a la libertad de los hombres, desde el sí de María, pasando por la muerte y la resurrección hasta el sí de Pedro (incluso luego de haberlo negado 3 veces). Por ello, además de recibirla como un regalo, es nuestra tarea educar en la libertad, respetar la de los otros, cuidarla como un gran tesoro y defenderla.

Paradójicamente, frente a la injusticia, la violencia y todo tipo de violación de nuestras libertades, en muchas personas emergen en primera instancia el odio, la venganza y la gran tentación de eliminar al que es distinto, perdiendo incluso los motivos originales por los cuales una persona lucha por su propia libertad. Entonces comienzan las incoherencias y los errores de perspectiva: se pide justicia para personas encarceladas sin un proceso justo y transparente, y a los victimarios se les maldice y se pide eliminarlos; frente a la violencia se responde con más violencia; ante el derecho de estar informado se genera más caos comunicacional. Parece que lo que prevalece frente al mal es una respuesta igual o superior, pagando una injusticia con otra y generando un espiral de violencia interminable, que además está demostrado históricamente que no funciona. No es un tema para agotar en este artículo, pero es muy interesante reflexionar sobre lo que propone San Juan Pablo II, basado en su experiencia de vida bajo el Nazismo y el Comunismo (1), de cómo frente a las ideologías del mal, el bien siempre se impone.

La imagen de la señora frente a la tanqueta que reprimía una marcha de oposición pacífica el pasado 19 de abril, nos hace recordar a la plaza Tiananmen y cómo la libertad de un ser humano es capaz de hacer retroceder un instrumento de represión del poder.

Si miramos el origen de las protestas de los últimos años, podemos descubrir que son la manifestación de realidades que nos unen a todos los venezolanos, más que lo que nos separa por nuestras ideas o posturas políticas. “La realidad es más importante que la idea” como recuerda el Papa Francisco (2), porque hoy en día: ¿Quién puede decir que en Venezuela su trabajo le alcanza para cubrir sus gastos básicos de alimentación? ¿Quién puede conseguir las medicinas y tratarse en un hospital público o clínica privada? ¿Se puede circular sin el temor de ser robado, secuestrado o asesinado en cualquiera de nuestras ciudades? Incluso si vemos las posturas de personas cercanas ideológicamente al gobierno (3) vemos el aumento de las críticas sobre su capacidad de gestión. Los únicos que no logran ver esto son quienes se aferran al “poder por el poder”, o quieren tener acceso a él por la misma razón.

Por eso es fundamental, frente a cualquier expresión del mal, del uso inadecuado de la libertad que altera de manera negativa la nuestra, preguntarnos: ¿Qué es lo que prevalece en nosotros? ¿Qué existe y prevalece en mi corazón para pensar que soy bueno, que estoy limpio de pecado y dispuesto a tirar la primera piedra? ¿Somos parte de una legión de santos y justicieros frente a los demonios? Lo que hizo Sor Esperanza (magistralmente capturado en la foto), antes que los análisis cínicos y escépticos que se han hecho sobre su gesto y el del guardia nacional, abre una pequeña rendija de humanidad, incluso en los victimarios, cuando se acerca alguien con una belleza desarmada.

Frente al drama que estamos viviendo en Venezuela pareciera que para algunos el momento para perdonar no es ahora, que el fin justifica los medios y que solo es posible comenzar a perdonar luego de tener una montaña de muertos. Frente a una postura de este tipo, nos ilumina nuevamente San Juan Pablo II, cuando en 2.002 decía: “No hay paz sin justicia, y no hay justicia sin perdón”. Porque es necesario que todo culpable de hacer el mal sea sometido a una justicia imparcial, y que corra con las consecuencias de sus actos, pero al mismo tiempo tenga la oportunidad de arrepentirse en algún momento (sentido último de cualquier condena penal). De la misma forma es necesario generar espacios y procesos para que las víctimas, a su tiempo y libremente, puedan tener la oportunidad de perdonar. Para entender el valor de la justicia y la necesidad del perdón hay que mirar “la experiencia vivida por el ser humano cuando comete el mal. Entonces se da cuenta de su fragilidad y desea que los otros sean indulgentes con él. Por tanto, ¿por qué no tratar a los demás como uno desea ser tratado? Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas.”(4)

Si bien la justicia y el perdón (sin impunidad) son claves para sanar una sociedad herida de muerte, al igual que Vaclav Havel (5) creo firmemente que la esperanza para un país pasa por conocer y ejercer el “Poder de los sin Poder”. Y esto consiste básicamente en sumar a muchos venezolanos para que logren entender que las protestas pacíficas son un derecho y además necesarias, pero deben ser complementadas con propuestas; que la defensa y el ejercicio de la libertad tiene un gran poder, pero exige la responsabilidad de construir un país juntos. El derecho a protestar por nuestros derechos no debe pasar por encima de, por ejemplo, los derechos de todos de estudiar o trabajar.

Adicionalmente, es importante ser conscientes que un cambio de este tipo no se da de la noche a la mañana, porque tenemos que tener la paciencia para entender que “el tiempo es superior al espacio” (6), y es necesario iniciar procesos, tender puentes que nos permitan transitar caminos en vez de construir muros para fortalezas que asfixian. Por eso no debemos cansarnos nunca de proponer y construir desde la responsabilidad que cada uno tiene en la vida: del estudio a cualquier tipo de trabajo.

Cualquier gobierno, con el que estemos de acuerdo o no, o incluso el que consideremos ideal, necesita dialogar con una sociedad civil organizada que manifieste su vida a través de una multiplicidad de obras educativas y de solidaridad, que den respuestas concretas a las necesidades de los ciudadanos bajo el principio de subsidiariedad (tanta Sociedad como sea posible y tanto Estado como sea necesario). Este es el verdadero desafío cultural que tenemos. En Venezuela existen muchas obras de este tipo pero necesitan movilizaciones iguales que las marchas de las últimas semanas, donde millones de personas sin un poder aparente ejercen, a través de su libertad y responsabilidad, el gran poder de ser protagonistas para la construcción del bien común.

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