La grandeza de un Papa

Mundo · José Luis Restán
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29 diciembre 2008
En España ni lo olemos. Pero en Italia, donde el debate en torno a las palabras y gestos del Papa suele ser muy vivo, las semanas previas a la Navidad han visto un endurecimiento y una acidez crecientes de los medios intelectuales laicistas hacia Benedicto XVI. Con la complicidad más o menos explícita de algunos sectores eclesiásticos. Para unos, el Papa Ratzinger está preso de sus refinadas elaboraciones intelectuales y termina siempre por decir "no": no a la modernidad, a la ciencia, a la libertad y al progreso. Para otros, defrauda su falta de innovaciones o su escaso sentido de la escena.

Entre los defraudados se encuentra Marco Politi, el vaticanista de La Repubblica, que en su día apostó por Ratzinger como el hombre que mejor podía pilotar el reencuentro de la Iglesia con la modernidad. Y no estaba mal visto, porque ése es uno de los ejes del pontificado. Lo que sucede es que Politi, como tantos otros, quiere imponer a la Iglesia la carta de navegación para ese diálogo, y Benedicto XVI no traga. El penetrante análisis de la Spe Salvi sobre la idolatría de la ciencia y de la política marca el final del complejo de inferioridad del mundo católico a la hora de dialogar con la cultura moderna, y la lección de Ratisbona supone el desafío cordial de la Iglesia a la razón moderna para que recupere toda su amplitud.

¡Qué tremenda injusticia retratar al Papa Ratzinger como el sutil intelectual del siempre no! Precisamente él, que ama como pocos la ciencia, la filosofía y el arte, que proclama la racionalidad de la materia y su consiguiente orientación ética, que defiende la laicidad como patrimonio de la tradición cristiana, que propone como único método para la misión el diálogo de la razón y el testimonio de la caridad. Claro que, bien mirado, Jesús también resultaba antipático cuando explicaba que "en el principio no fue así", y que sólo por la dureza del corazón de los hombres Moisés se avino a reducir el horizonte de la expectativa humana. Comprender las debilidades de la gente es imprescindible para un Papa (para eso lleva impresa la marca del pobre pescador de Galilea) pero más aún es necesario que nos anuncie al Dios para el que nada es imposible, que se ha hecho carne para acompañarnos y sanar nuestra debilidad.  

Cualquier nostalgia del régimen de cristiandad es absolutamente ajena al pensamiento y a la sensibilidad de Benedicto XVI. Muy al contrario, el Papa está preparando a la Iglesia para vivir en un contexto de creciente soledad cultural, sin ceder ni a la tentación de la ciudadela asediada ni a la de poner sordina a su misión profética. La fortaleza que busca Benedicto XVI no es fruto de movimientos tácticos, de medidas simpáticas o de reformas estructurales. Se basa en la propia fuente de la que vive la Iglesia, como ha demostrado el reciente discurso a la Curia Romana, dedicado en gran parte a la obra del Espíritu Santo. Sólo Él puede generar la comunión en el cuerpo de la Iglesia, sólo su escucha y acogida producen como fruto la alegría, sólo Él puede suscitar hombres y mujeres con la creatividad necesaria para afrontar una nueva etapa histórica llena de interrogantes.

En los días grandes de la Navidad, he vuelto a contemplar agradecido la inteligencia y la mansedumbre del Papa. Su predicación se ha dirigido al pueblo de los sencillos y atribulados, de los que vigilan y anhelan, de quienes no han cancelado las preguntas más verdaderas del corazón humano. El ministerio de Pedro consiste sobre todo en este acercar el Hecho viviente de Cristo a la razón y la libertad de los hombres, para ayudarles a conocerlo y amarlo. Como dijo a los miembros de la Curia, el Papa no es una super star, no es la estrella en torno a la cual gira todo, sino totalmente y solamente vicario, alguien que remite a Otro que está en medio de nosotros. La magnitud de un pontificado no se mide por las innovaciones doctrinales ni por los cambios organizativos, sino por la eficacia del testimonio de la fe que debe hablar al corazón de los hombres de una época.

Nuestra tarea, hoy como ayer, es persuadir a los hombres de que Jesús no ha venido para unos pocos sino para todos, judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes… para todos. Consiste en mostrar que aquel venir silencioso de la gloria de Dios en la noche de Belén continúa a través de los siglos, porque allí donde hay fe Dios reúne a los hombres, despierta sus corazones y crea la paz. Por eso el espíritu misionero de la Iglesia no es más que el impulso por comunicar la alegría que se nos ha dado. Que siempre esté viva en nosotros (no lo demos por supuesto) y que después se irradie en las tribulaciones del mundo. Palabra de Benedicto XVI.

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