La fértil tierra del descontento
La crisis de las grandes empresas tecnológicas no se acaba. Amazon, Alphabet, Microsoft, Meta, Salesforce, Tesla y Twitter han anunciado más recortes en enero después de un 2022 muy negativo. La subida de los tipos de interés, la regulación que por fin está poniendo límites al control del mercado, así como el desprestigio creciente de las redes sociales están acabando con el mito de unas compañías que “regalaban felicidad”. Felicidad para sus clientes y para sus empleados. Quizás los grandes directivos de Sillicon Valley intuían que algo así iba a suceder. Desde hace tiempo el estoicismo está de moda entre los jefes, y no tan jefes, de las tecnológicas. Les interesa conocerse a sí mismos, desarrollar virtudes como el valor y el autocontrol, liberarse de las pasiones, no perseguir metas imposibles, cosas irrelevantes como la riqueza y la fama. Les interesa prepararse para sufrir sin sufrir, reducir los deseos, rebajarlos.
La felicidad “está de moda” entre la élite estadounidense. Arthur Brooks, el que fuera director del American Enterprise Institute (quizás el think tank más influyente del país) dirige ahora un prestigioso curso en Harvard sobre “cómo gestionar la felicidad”. Brooks podría invitar a sus clases a Damien Chazelle, el guionista y director de Babylon. Chazelle ha escrito un diálogo para los dos actores principales que merece enmarcarse. Nellie La Roy, la joven protagonista, pregunta en una de las primeras escenas: “si tu pudieras ir a cualquier lugar del mundo, ¿cuál erigirías? Manuel Torres, el joven protagonista, le responde: “siempre he querido ser parte de algo grande. Algo que signifique algo. Algo que sea más grande que la vida”. Chazelle podría explicar en la clase de Brooks por qué ha escrito un guion en el que la única respuesta posible a ese gran deseo es una inmortalidad de celuloide.
El consumo de “productos para ser felices” (autoayuda, autoconocimiento o autodeterminación) se alimenta del descontento. Crece la sensación de que la vida es un péndulo que oscila entre el sufrimiento y el tedio. Cuanto más se receta recurrir a los pequeños placeres tranquilos y permitidos, cuantos más se invita a volver a las normas y a los vínculos, más se extiende la llamada “enfermedad del infinito”.
Los síntomas de esta enfermedad los describió hace algunos años con acierto Lipovetsky. Estamos en el tiempo de “la felicidad paradójica, la sociedad del entretenimiento y el bienestar convive con la intensificación de la dificultad para vivir (…). Deseo y decepción van juntos, y pocas veces se salva la distancia que hay entre la espera y lo real, entre el principio del placer y el principio de realidad”. La decepción forma parte de la naturaleza humana pero ahora tienen “un relieve sin precedentes históricos”. Nuestra sociedad “hipermoderna” multiplica las ocasiones de experimentar decepción sin ofrecer dispositivos “institucionalizados para remediarla”. La “socialización religiosa” ya no es “refugio, puerto de acogida, sostén sólido para las penalidades de la existencia” (…) “al buscar la felicidad cada vez más lejos, al exigir siempre más, el individuo queda indefenso ante las amarguras del presente y ante los sueños incumplidos”. Más que nunca somos conscientes de que “el hombre es un ser incompleto, incapaz de bastarse, necesita otros para realizarse… Pero los otros se nos escapan, no los poseemos”.
¿Es una condena lo que apunta esta lúcida descripción? ¿Es el pórtico, la premisa, para alcanzar un nuevo “estado de la conciencia”? La decepción es humanamente más seria que el neoestoicismo de los directivos de Sillicon Valley. Los manager buscan curarse de la “enfermedad del infinito” recurriendo a la amputación. Ahora que sus empresas empiezan a parecerse a las demás quizás aprendan que la enfermedad no tiene remedio. El mal del infinito no es prólogo de nada, es más bien la tierra en la que habitamos. La decepción es lo que nos distingue de la Inteligencia Artificial, los que nos pone a salvo de las utopías posthumanistas. La decepción, paradójicamente, rompe la soledad: estamos decepcionados porque esperamos algo más, a alguien más. Cualquier respuesta que no ahonde este “exigir siempre más” no tiene nada que ver con la amistad y la sana enfermedad que provoca lo infinito.
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