La dicotomía entre la “opción religiosa” y el “catolicismo de presencia” es vieja

Sociedad · Costantino Esposito
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2 septiembre 2025
Durante su intervención en el Meeting de Rimini este verano, Giorgia Meloni quiso recuperar un viejo y superado debate que tuvo lugar entre los católicos de la Italia de finales del siglo XXI.

En ese tiempo ya lejano hubo una división entre los que defendían la “opción religiosa”, un cristianismo centrado en la dimensión espiritual, y la “opción de la presencia”, que insistía en la necesidad de intervenir social y políticamente. Meloni criticó a los primeros y defendió a los segundos. Sus palabras han provocado diferentes reacciones. Rosa Bindi, que fue miembro de Acción Católica y ahora milita en un partido de centro izquierda, ha criticado las palabras de Meloni. El filósofo Constantino Esposito ha querido intervenir en el debate con este artículo que publicamos.

He leído con gran interés la carta firmada por Rosy Bindi publicada en Avvenire el sábado 30 de agosto de 2025, sobre el discurso de la primera ministra Giorgia Meloni en el Meeting de Rímini hace unos días, y me permito añadir una reflexión personal.

En primer lugar, me gustaría decir que hay que estar agradecidos a Rosy Bindi por haber puesto de relieve, en términos históricos, el llamamiento a la famosa «opción religiosa» por parte de la Acción Católica a partir de los años setenta y por haberla contextualizado en el camino posconciliar del movimiento de laicos católicos dentro de la Iglesia italiana. Esa «opción», por un lado, pretendía marcar una clara ruptura con el colateralismo político-religioso (identificación) entre la Iglesia y la Democracia Cristiana y, por otro, se enfrentaba a la alternativa igualmente decidida de una presencia católica organizada en las obras sociales y la política.

La oportunidad de esta contextualización histórica me parece evidente, paradójicamente, precisamente por el hecho de que esta dicotomía de enfoque en la experiencia del laicado católico italiano a lo largo de los años se ha mostrado cada vez más inadecuada para comprender y responder a la situación de crisis antropológica de una época marcada por la secularización y el nihilismo. Lo digo no por parcialidad hacia una de las dos direcciones, sino como un hecho.

Por eso Bindi tiene razón al observar que reabrir, y casi reavivar, esa oposición suena como un llamamiento un tanto anticuado a batallas cuyas armas parecen francamente desafiladas. ¿Qué sentido puede tener aún para nuestro presente la dialéctica entre una perspectiva religiosa basada en la radicalidad de la Palabra y la perspectiva de ensuciarse las manos con la política en nombre de valores inalienables?

Cabría preguntarse: ¿hay todavía alguien dispuesto a dejarse tocar y conmover por la propuesta cristiana? ¿Hay todavía alguien dispuesto a ponerse en marcha para construir un mundo basado en los valores cristianos? ¿No es que en ambos casos estamos dando por sentado al sujeto, aquel o aquella sin los cuales no se realiza nada en la historia? La consecuencia inesperada del colapso de los valores y del «cambio de época» del que a menudo ha hablado el papa Francisco es quizás precisamente el hecho de que vuelve a ponerse de relieve el problema que se creía ya resuelto, es decir, el problema del yo, de su búsqueda de sentido, de sus inquietudes e insatisfacciones, de su deseo de libertad. Frente a esta urgencia, ambas perspectivas parecen, a decir verdad, insuficientes.

Como nos ha recordado varias veces el papa Francisco, es al interceptar el grito de la humanidad contemporánea, es más, es desde el interior de tus preguntas, de tus «¿por qué?», donde puede reavivarse esa respuesta nunca dada ni resuelta de una vez por todas, que es el encuentro con Cristo y con su Iglesia. Pero Francisco también nos ha indicado una prueba decisiva para comprender el alcance y la solidez de la propuesta cristiana, es decir, su concepción y su relación con el «poder». La experiencia cristiana en el mundo, precisamente en su dimensión «laical», nunca podrá concebirse como la búsqueda de una hegemonía y, por lo tanto, en última instancia, de un orden de poder, aunque sea en nombre de los valores cristianos —pero a menudo «valores vaciados de Cristo», según una expresión del papa León XIV— con los que organizar la sociedad. Y esto no es ciertamente porque el poder sea malo en sí mismo (¡más bien es un hecho inevitable!), sino porque sería realmente insuficiente como objetivo de la vida y del testimonio cristiano en el mundo. A pesar de que siempre ha sido una tentación a lo largo de los siglos, ¿podemos afirmar sinceramente, también a la luz de las pruebas históricas, que un orden hegemónico de los católicos en la sociedad basta para realizar su presencia?

Basta pensar en lo que el cardenal Parolin, en nombre del papa León XIV, escribió precisamente en el mensaje al Meeting de este año. Refiriéndose a la hermosa exposición sobre el testimonio de los «Mártires de Argelia» montada en Rímini, se lee que «la vocación de la Iglesia» es «habitar el desierto en profunda comunión con toda la humanidad», y que «el verdadero camino de la misión» es un «camino de presencia y sencillez, de conocimiento y de “diálogo de la vida”»: «no una autoexhibición, en la contraposición de identidades, sino el don de sí mismo». Se trata de un nuevo camino que lleva adelante, más allá de la contraposición, un tipo diferente de presencia, la que el Papa llama «desarmante y desarmada» y que me parece que puede tener en cuenta ambas perspectivas consideradas anteriormente.

No retirarse a un oasis protegido, sino mirar de frente al desierto del sinsentido, típico de nuestros tiempos, atravesarlo y transformarlo en una experiencia de vida, con toda la competencia, la imaginación y la búsqueda común de la justicia y la paz. En definitiva, «una fe que se aleja de la desertificación del mundo o que, indirectamente, contribuye a tolerarla, ya no sería el seguimiento de Jesucristo».

También por este reconocimiento del desafío dramático y a la vez fascinante que nuestra época plantea a la experiencia cristiana, me parece poder afirmar que el entusiasmo demostrado a la primera ministra Meloni por el público de Rímini no puede coincidir con el mero retorno de todo el movimiento de CL a una de las posiciones indicadas por Bindi. Esto significaría renunciar a esa «distancia crítica» con respecto al poder (como la llamaba don Giussani), que no es signo de prejuicio ideológico, sino de la libertad de los hijos de Dios, que no buscan la hegemonía, sino el renacimiento del yo.

 

 


Lee también: ¿Cultura católica? No una tradición, un presente

 

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