Cuestiones educativas para el tiempo que nos toca vivir (II)

La cuestión fundamental

Mundo · Ferrán Riera
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15 mayo 2020
Poco a poco se van disipando los días grises del confinamiento. Pronto empezará no sólo la reconstrucción. También la organización de una nueva forma de vida. Al menos hasta que llegue la inmunización y aprendamos a vivir mejor preparados para el ataque de cualquier primo hermano del virus. Nos queda mirar el campo de los muertos. Los que nos han dejado en esta pandemia y que queremos despedir como se merecen y ese otro tipo de difuntos que ha dejado este encierro en un sus diversas formas: paro y pobreza, pero también miedo, vergüenza propia y extraña, distanciamiento, desconfianza, perplejidad….

Poco a poco se van disipando los días grises del confinamiento. Pronto empezará no sólo la reconstrucción. También la organización de una nueva forma de vida. Al menos hasta que llegue la inmunización y aprendamos a vivir mejor preparados para el ataque de cualquier primo hermano del virus. Nos queda mirar el campo de los muertos. Los que nos han dejado en esta pandemia y que queremos despedir como se merecen y ese otro tipo de difuntos que ha dejado este encierro en un sus diversas formas: paro y pobreza, pero también miedo, vergüenza propia y extraña, distanciamiento, desconfianza, perplejidad….

Este virus ha venido a infectar a una sociedad que ya estaba enferma de soledad y de vacío. Primero vimos por la televisión los muros que se levantaban ante refugiados y parias de la tierra, después los muros entre nosotros paradigmáticamente expuestos en forma de incapacidad política para el diálogo y la comprensión mutua o, si se prefiere, alimentados por el egoísmo y los intereses partidistas que pocos han tenido la decencia de reprimir en estos días aciagos. Ahora ha llegado el tiempo de los muros en forma de inevitables mascarillas y guantes que tenemos que ponernos para protegernos los unos de los otros.

Estas semanas he visto matrimonios saltar por los aires, hombres y mujeres en equilibrio precario hacerse un ovillo esperando a que esto pase, gustándose menos a sí mismos porque han visto su peor versión en acción. El hombre no está hecho para vivir en soledad. Cuando le falta esa dimensión comunitaria, por pequeña que sea, hecha de salir a comprar, encontrarse en el café, discutir sobre el fútbol o criticar a la pareja con los amigos mientras tomas el vermouth, se apoca, se debilita y se afea. Si encima lo dejas en casa sin poder salir a construir en el trabajo, en el mundo, lo deprimes.

Está claro que hay excepciones a eso. Y no pocas. Las hemos leído en la prensa también estos días. Los hay que han redescubierto la relación con sus hijos y la vida familiar, están los hombres de estatura gigante que han dado tiempo, dinero, salud, horas de sueño a los demás, algunos incluso (y estos son los mejores) sin esperar nada a cambio o sin pedirlo, que no es lo mismo pero es igual.

¿Qué diferencia habrá entre unos y otros? ¿Acaso existen condiciones genéticas que marcan el carácter, la positividad, el temperamento jovial en una situación como esta? ¿Qué extraño arbitrio separa la mezquindad y el egoísmo de la generosidad y la entrega heroica en un hombre? ¿Se puede educar para ser hombre de un tipo o de otro?

Reconozco, no sin rubor, que yo me balanceo entre esos dos extremos y que, en una suerte de de reproducción vital del extraño caso del Doctor Jekyll y el señor Hyde, en un mismo día puedo recorrer varias veces el arco que va de una posición a la contraria. Si al final resulta que ambos personajes habitan en el hombre no voy a ser yo quien se escandalice por ello. Lo que me interesa es saber si existen condiciones que hagan posible que la bestia deje paso a la belleza interior que hay en las almas. Nos va en ello la vida buena en un mundo que se desmorona.

Empecé el confinamiento convencido de que debía tomar nota de las pequeñas cosas en las que poder encontrar la verdad. Y lo he hecho. He descubierto una belleza intensa, con esa promesa de eternidad que tienen las cosas que calan hondo, en el perdón silencioso que se da en la mesa después de una bronca; en la café preparado y ofrecido a media tarde, como quien no quiere la cosa, en un día que estaba siendo áspero e inhóspito; en el destello de luz de unos ojos que te miran sin tener en cuenta tu poquedad, en el deseo de vida que invade al hombre en los momentos más oscuros…

Pero he descubierto más cosas. Mis ojos no pueden, por sí solos, descubrir lo escondido en lo pequeño. Estos días ha sido tan sólo en la experiencia de ser amado cuando se ha revelado el misterio contenido en las cosas que me sucedían. Es algo que no es mío. Necesito ser amado y saberlo para poder ver la profundidad de la realidad que tengo ante mis ojos. Cuánta razón tenía santo Tomás de Aquino cuando fundamentaba la vida del hombre en “el afecto que principalmente la sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción” , y es que, como diría Guardini, “en la experiencia de un gran amor todo lo que sucede se convierte en acontecimiento dentro de su ámbito”.

En esto consiste la educación y por este motivo es tan decisiva: comunicar a quien tienes delante, en toda circunstancia, que es amado y esperado. La palabra, el gesto, la pasión por el conocimiento, la exigencia y la mirada están siempre al servicio de dar a conocer al educando el amor del que todo hombre es objeto para que de este modo, éste pueda vibrar con la verdad y la belleza escondida en lo que es pequeño y humilde, sorprendiéndose a su vez profunda y nuevamente amado en el mismo acto de conocerla.

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