Kirill en la encrucijada

Mundo · José Luis Restán
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9 mayo 2012
El pasado 22 de abril tenía lugar en Moscú un acontecimiento inédito. Frente a la catedral de Cristo Salvador cincuenta mil personas se han congregado convocadas por el Patriarca Kirill para orar por la protección de la Iglesia frente a los ataques provenientes de fuerzas anti-rusas. Fue ciertamente un gesto de oración, pero también una demostración de fuerza en un momento en que la Iglesia ortodoxa contempla estupefacta el multiplicarse de una hostilidad pública desconocida desde la caída del comunismo.

¿Qué explicación tienen estos ataques, de qué son indicio? Hace falta remontarse a los años de hielo de la dictadura comunista. Tras decenios de persecución había cristalizado una situación paradójica: una jerarquía aceptada y domesticada por el régimen y una minoría cristiana heroica en el testimonio de la fe y en la lucha por la libertad. En medio, un pueblo devastado por la corrosión de la ideología, en el que quizás solo las abuelas habían mantenido el rescoldo de la antigua fe.

La perestroika de Gorbachov desencadenó un proceso lleno de esperanzas pero también de riesgos. Por un lado la actividad de la Iglesia empezó a normalizarse: la catequesis no era ya un gesto arriesgado, las iglesias volvían a estar abiertas sin restricciones, se reparaban templos desvencijados, se recuperaron propiedades, las imágenes tan queridas de la tradición ortodoxa volvían a contemplarse en calles y plazas. Era necesario reconstruir la cultura de Rusia, enardecer el alma de un país deprimido por el fracaso económico y la humillación internacional. Y la gran tradición ortodoxa fue contemplada como el elemento básico para lograr todo esto. Para una Iglesia en transición, con una legendaria rigidez para los cambios, debió resultar difícil discernir entre el despertar religioso de una parte de la población y el intento de instrumentalizar, una vez más, el caudal riquísimo de su patrimonio moral y espiritual.

La propia biografía de Vladimir Putin ejemplifica el paso. Un oscuro aparachitk del KGB, un hombre-tipo del viejo régimen que había perseguido a la Iglesia, se convertía de la noche a la mañana en un devoto creyente, convencido de que su proyecto de nacionalismo imperial requería el apoyo de esa misma Iglesia. De la postración y el temor a un puesto de honor en la escena pública, de la amenaza al reconocimiento… difícil encrucijada que un occidental como yo no debe apresurarse a juzgar con sus parámetros, pero tampoco puede renunciar a entender y valorar sus consecuencias.

El relevo en la cúpula del Patriarcado de Moscú ofrecía una oportunidad única. Alexis representaba el viejo orden, el equilibrio para alcanzar una cierta supervivencia a un altísimo precio, también el miedo a lo nuevo. El nuevo Patriarca Kirill era un hombre sin hipotecas, un intelectual brillante y abierto que representaba la necesaria síntesis de tradición y modernidad. Su aprecio por la teología de Joseph Ratzinger y su apertura al diálogo con el catolicismo no son cuestiones secundarias. Pero Kirill no controla todos los resortes, pilota una inmensa nave en la que todavía tienen excesivo peso las viejas inercias y en la que el señuelo de una nueva alianza con el poder político encuentra terreno abonado.

Quizás no sea completamente justa la imagen de una Iglesia sometida al nuevo régimen que el propio Putin cultiva con su inveterada habilidad. Pero sería un tremendo error aceptar el viejo papel de suplemento religioso del proyecto imperial. Ese tremendo error que profetizaron los grandes maestros rusos como Dostoievski y Soloviev sería ahora mucho más grave porque la secularización ha resultado devastadora y es preciso hacer las cuentas con esa trágica realidad. Temo que el gesto del pasado 22 de abril signifique una imagen de fuerza pero también una pista de profunda debilidad. Fortaleza porque indudablemente la Iglesia Ortodoxa concita aún el fervor de millones de personas, pero debilidad porque expresa desorientación e incomprensión frente al fenómeno de una juventud no sólo alejada de la fe sino hostil a su encastramiento en el sistema de poder que encarna Putin.

Es significativo que los ataques contra imágenes y símbolos de la Ortodoxia sean adjudicados simplemente a "fuerzas anti-rusas", aceptando así una malsana identificación entre la fe y el nuevo Estado. Podríamos contar humildemente a los hermanos ortodoxos cuántos males derivan de esa identificación… aunque ellos terminarán por descubrirlo, esperemos que no demasiado tarde. Por otra parte el problema de las jóvenes punkis que han querido desafiar a la Iglesia con una especie de pública blasfemia es indicio de algo muy distinto y mucho más profundo que la falta de patriotismo, refleja una generación que se siente desvinculada totalmente de la fe cristiana, y ese es un asunto que no se afronta con meras demostraciones de fuerza, cuya utilidad por otra parte no descarto.

Pienso que el Patriarca Kirill de todas las Rusias es consciente de la gravedad de este desafío, sólo falta saber si tendrá capacidad de gobernar en la dirección de una verdadera misión desde el Báltico a Vladivostok. Sólo un renovado encuentro con la fe vivida, con la comunidad cristiana que testimonia una cultura nueva, que manifiesta la potencia de la caridad, que sale al encuentro de las preguntas y necesidades de la gente, permitirá que en la Rusia del siglo XXI que la fe cristiana siga siendo un factor relevante, algo que la protección del poder político no puede asegurar ni siquiera un minuto. Esperemos que así sea por el bien de esa gran nación, pero más aún, por el bien de Europa y del mundo.

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