Katmandú, un espejo en el cielo

Cultura · Juan Orellana
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2 febrero 2012
Icíar Bollaín vuelve a ponerse tras la cámara después de También la lluvia, su brillante aventura americana, y en este caso de nuevo se marcha a miles de kilómetros para rodar en Nepal Katmandú, un espejo en el cielo. Se trata de la historia de Laia, una maestra catalana que trabaja en una escuela de Katmandú ayudada por la nativa Sharmila. Su deseo de enseñar a los niños más pobres le va a llevar a enfrentarse a unas inercias sociales que amenazan con arruinar todo su proyecto.

La película cuenta con unos resultados técnicos excelentes: sus aspectos fotográficos y musicales son brillantes, como lo es el trabajo actoral encabezado por Verónica Echegui. Los problemas de esta película provienen del guión. ¿Por qué? Porque se nota demasiado el armazón ideológico sobre el que se construye la historia. Y eso le resta autenticidad. Ya la primera escena del rígido colegio de monjas de la España tardofranquista evidencia sin disimulo la comparación que se quiere establecer a lo largo del film entre el modelo educativo y social de la España católica de entonces con el desastre educativo y social de los niños pobres del Nepal. En ambos casos, el film denuncia el peso de unas tradiciones que impiden un verdadero y libre desarrollo de la humanidad. A partir de ahí, el film despliega innumerables ideas y reflexiones que, sin detrimento de su sutileza, traspiran una forma mentis de raíz marxista, lo cual no es extraño si tenemos en cuenta que Paul Laverty ha colaborado en la construcción del guión.

También el tema del aborto, que aparece dos veces en la película, está tratado como "síntoma" de un modelo social. En una estructura en la que la mujer está reprimida por inercias y tradiciones, el aborto se propone como la dolorosa solución para que la mujer pueda aspirar a realizar sus sueños. En el caso de Laia, es especialmente contradictorio que ella acabe con la vida de su hijo para poder estudiar magisterio y entregar su vida a los niños, o sea, a los hijos de los demás. En los dos abortos del film, la reflexión siempre cae del lado de la mujer: si es arriesgado, si es peligroso, pero nunca se alude al valor en sí del hijo concebido en sus entrañas. No queremos decir que el tratamiento del tema sea frívolo -Icíar Bollaín es la antítesis de una cineasta frívola-, pero sí que es ideológico: el mensaje se impone a la realidad e impide valorar todos los factores.

A pesar de todo lo dicho, ocurre en el film algo sumamente interesante: la película acaba diciendo cosas muy verdaderas que probablemente no estaban ni estén en las intenciones de la directora. Si Katmandú quiere alabar el trabajo de una heroína altruista que supone un punto de esperanza en un mundo sin esperanza, lo que el espectador se lleva a casa es la sensación del fracaso de la utopía, de la soledad radical de quien quiere cambiar el mundo con sus propias fuerzas y la esterilidad de una vida entregada no se sabe por qué.  Y es que a Laia le preguntan: "¿Por qué lo haces?" y ella no sabe qué responder. ¿Por qué esto es más verdadero que las intenciones originales del guión? Porque pone de manifiesto la radical impotencia del voluntarismo individualista tan propio de nuestros tiempos. Continuamente el espectador tiene deseos de gritarle a Laia: "¿Cómo vas a mejorar la vida de la gente, si tu vida está llena de heridas sin curar?". Laia está sola, incluso prefiere su proyecto personal y utópico al amor a su marido y a los hijos que este le podría dar. Ella se ha auto-encomendado una misión que en el fondo le esclaviza y le priva de su felicidad. Alguien puede interpretar todo esto como un altruismo encomiable, pero en el fondo es una tramposa alienación.

Otra lectura posible del film es que Laia, huyendo de sus frustraciones, marcha al Nepal tratando de dar un sentido a su vida. Pero igualmente en este caso nos encontramos con una Laia sola, incomprendida y dolorida, porque el sentido de la vida no se lo da uno a sí mismo a fuerza de voluntad. Eso tiene algo de soterrado narcisismo.

Después de esta crítica a las concepciones de fondo del film, no debe pensarse que el film carezca de cosas valiosas, que las hay. Pone sobre la mesa situaciones que, aunque muy conocidas, no dejan de conmover: la prostitución infantil, la explotación laboral de menores, la sociedad de castas, la situación humillante de la mujer en determinadas culturas… También la película -a través de la figura del lama- propone una valoración positiva de la espiritualidad, eso sí, sin asomo de trascendencia, lo cual redunda en el voluntarismo asfixiante que acabamos de comentar. Quizá lo más bonito es lo menos subrayado en la película, y es que el mayor bien que Laia hace en el Nepal no es su proyecto escolar y educativo, sino simplemente su compañía, su amistad desinteresada con Sharmila y Tshiring. Pero esa mera amistad no hace cambiar "las cosas", algo siempre urgente en un proyecto ideológico.

Quizá debido a las cosas descritas, el film tiene un problema de ritmo y de empatía emocional con el espectador, la acción avanza más con diálogos que con hechos y todo ello resiente la identificación con lo que pasa en la pantalla, que a veces se antoja previsible, literario o sencillamente tópico. Pero no podríamos decir nada de lo que hemos dicho si Katmandú no fuera una película seria. Ojalá en España se hicieran más Katmandús, aunque no estuviéramos de acuerdo con ellas.

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