José Antonio Ortega Lara

Escribo en relación con el artículo de Carmen Mira “Con Vox, cerveza y agua de limón”, cuyo contenido se inscribe en la línea editorial del periódico de apoyo al voto “popular” (o, en su defecto, al socialdemócrata “oficial”).
Personalmente, no estoy de acuerdo con dicha línea editorial. No creo que votar otras opciones minoritarias (como la de Vox a que se refiere ese artículo u otras) tenga nada que ver con la antipolítica ni el escepticismo, no entiendo el escándalo que suscita el izquierdismo (laicismo, estatalismo, etc.) de los partidos minoritarios que se declaran de izquierda frente al de los mayoritarios que hacen lo propio (ni frente a los también mayoritarios que no lo declaran), y desde luego, no creo que el apoyo al poder por el hecho de ser poder sea por sí mismo constructivo, tampoco en política.
Pero ahora no escribo sobre eso, sino sobre la jocosa mención que se hace a José Antonio Ortega Lara. Cuando leí el domingo su impresionante testimonio en la entrevista con Pedro J., entre los muchos pensamientos y sentimientos que me produjo se me coló también la elucubración sobre cómo reaccionaría el poder político-mediático: los pocos de siempre le ensuciarían con sus insultos si salía su nombre, los más fundamentalmente le silenciarían. En los más astutos nacería la sospecha, captarían enseguida la utilización por el malvado periodista en patética guerra personal con el Gobierno y el oportunismo electoral de su partido sacándole a pasear en campaña: un buen hombre, un tonto útil para los intereses y aspiraciones de unos pocos. Para los despistados, la sospecha se transmitiría en las tertulias de la derechona, despachando rápidamente y con relativa “sutileza” la cuestión.
Ni Pedro J. ni los líderes de ningún partido (tampoco de los minoritarios como Vox) son “santos de altar”. Pero creo que hay otra forma de mirar las cosas, más sencilla, más inteligente, más leal con los hechos y las personas. ¿Por qué un hombre de la talla humana de D. José Antonio decide en plena campaña electoral utilizar la única página posible –la que le queda al derrotado periodista– para ofrecer precisamente ahora el testimonio de su vida, de su drama, de su fe y de su contribución al bien común –el testimonio de la verdadera justicia, del verdadero perdón, de la oposición en carne y hueso a la razón de estado–? ¿Un tonto útil para otros?
No, un hombre que sabe lo que hace y por qué lo hace, uno que cree de corazón que merece la pena ofrecerse (después de que su vida y su esperanza fueran milagrosamente rescatadas del infierno y la muerte a que le condenaron los que hoy son beneficiados –´perdonados´, dicen algunos– por el Estado), y no resignarse, por un ideal, por el bien de su patria, de sus hijos y los nuestros, de todos nosotros. Un ideal que, por supuesto, va mucho más allá de unas siglas políticas más o menos coyunturales, pero que para él son ahora el modo concreto de luchar por lo que cree (por lo que es) justo y por luchar contra lo que cree (contra lo que es) injusto. Claro que eso a los ojos de los sabios de este mundo es algo incluso peor que un tonto útil: un tonto inútil.
Bendito seas, bendito eres, José Antonio Ortega Lara.