Integración

Cada inicio de verano, en España se repiten puntualmente ciertas liturgias, tan arraigadas socialmente que forman ya parte de nuestro glorioso patrimonio inmaterial y depósito milenario: desde los posados en la playa con sus mini-bikinis de Ana Obregón, hasta la presentación de los pueblos participantes en el concurso televisivo Grand Prix del Verano, pasando por la disputa sobre cuál ostenta el título oficioso de canción del verano, los consejos en los telediarios sobre la necesidad de hidratarse, andar por la sombra y no hacer ejercicio físico en la calle en las horas de máximo calor, and last but not least, la avalancha de noticias sobre los terribles incendios forestales y las agresiones sexuales y de otra índole cometidas supuestamente por malévolos e ingratos inmigrantes (ilegales o no).
Respecto de este último punto, los chicos de Trump, sucursal en España, han lanzado una campaña —coincidente casualmente con la gravísima crisis reputacional y penal del PSOE y el congreso extraordinario del PP— que aboga por implantar un proceso de “reinmigración” (sic, entiéndase ese eufemismo como expulsión) de siete u ocho de millones de inmigrantes, “porque pensamos que hay algo más importante que preservar y tenemos el derecho a querer sobrevivir como pueblo”, afirmaba la diputada de Vox Rocío de Meer. Esta aplicación concreta a nuestra patria de la magufa teoría del gran reemplazo suena tan bestia, que la portavoz parlamentaria del partido, Pepa Millán, ha tenido rápidamente que salir a matizar que dicha “reinmigración” se aplicaría sólo a “todos aquellos que hayan entrado de forma legal (no sólo los no regularizados) y demuestren incapacidad de integración”, ya que los inmigrantes tienen que “asumir la cultura, los códigos de convivencia, las leyes y contribuir al país de acogida” y, de no hacerlo, su repatriación sería una exigencia para la salvación de la identidad nacional.
En lo que se refiere al respeto de las “leyes”, así en general, en principio podría parecer una propuesta más o menos razonable, aunque tal vez habría que acotar la infracción de qué concretas leyes sería digna de ser sancionada con la pena de “reinmigración”: si sólo las penales y/o de seguridad ciudadana, o si se aplicaría a cualquier norma con rango legal, como la Ley 19/1995, de 4 de julio, de Modernización de Explotaciones Agrarias, la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local o la Ley del Notariado de 28 de mayo de 1862.
Sin embargo, lo que me genera más dudas es la obligación que quieren imponer los Orban Boys de que los inmigrantes, aparte del deber que todos los ciudadanos nacionales, residentes y simples viandantes tenemos de cumplir la ley (¡faltaría más!), asuman la cultura y los códigos de convivencia del país de acogida. Por ejemplo, un trabajador de una fábrica de compresores de Eibar, de origen mauritano, llegadas las fiestas de Navidad, ¿deberá celebrar el Olentxero, Papá Noel o recibir regalos del Niño Jesús? ¿La integración pasaría por asistir a Misa del Gallo o le bastaría con quedarse en casa tranquilito viendo la gala especial de Televisión Española o de la ETB? Ese mismo currela, ¿deberá hacerse socio del Athletic o del Eibar, o tendrá derecho a llevar la contraria a todos sus vecinos y ser seguidor del Real Madrid? Llegado el 1 de noviembre, ¿deberá celebrar Halloween o Holywins? ¿Podrá irse a una disco a bailar Potra Salvaje o, como mucho, solo podrá mover el esqueleto al son de Kortaku o Negu Gorriak?
Abriendo un poco más el objetivo: ¿cuál es la cultura y/o código de convivencia de referencia que debe cumplir cualquier inmigrante, aunque respete escrupulosamente la ley y pague religiosamente sus impuestos, para no ser objeto de un proceso de “reinmigración” cuando gobierne nuestra derechita valiente? ¿Deberá casarse por la Iglesia y tener siete hijos o podrá irse a vivir con el novio o novia y decidir no tener ninguno? ¿Si la convivencia es insufrible, podrá divorciarse, o estará obligado a aguantar al pariente o parienta y echarse una amante para respetar la sacralidad del vínculo? ¿Tendrá derecho a consumir drogas, ansiolíticos, fumar (Ducados, Bisontes o Fortuna, of course) o ser alcohólico de perfil bajo, como el 64,5% de la población autóctona? Si quiere ir un viernes por la noche al cine, ¿deberá ver una de superhéroes de Marvel o la última de Almodóvar? ¿Qué es lo más acendradamente español entre esas dos opciones? ¿A qué colegio deber enviar a sus hijos, a uno público, a un concertado de monjas de toda la vida o a uno súper pijo privado en La Moraleja propiedad de un fondo de inversión británico? A la hora de comprar ropa, ¿cuál es el dress code normativo: vaqueros y camiseta o tendrá que vestir el traje regional de la comarca donde esté sito el centro comercial?
La reducción al absurdo de las conclusiones a las que llevarían las premisas identitarias del nacionalismo de Vox es tan evidente, tan palmaria (y tan cómica), que al final, si somos rigurosos y razonables, nos veremos forzados a admitir que nuestro único “código de convivencia” patrio, nuestra única y común base cultural es justamente la misma a la que se oponen los partidos integrantes de la Internacional Soberanista: la libertad, el derecho a ser y hacer lo que a uno le venga en gana, sólo limitada por la ley y el respeto a los derechos de los demás, lo que es (o debería ser) exactamente igual para todos, sean inmigrantes (legalizados o no), nacionales, residentes o meros visitantes. La creación de obligaciones legales ad hoc, en función del origen y proveniencia de sus destinatarios, siempre ha sido el sueño húmedo de los autoritarismos nacionalistas de todo pelaje, que antaño en nuestra patria estaban limitados a dos regiones y, ahora, por desgracia, parecen haberse extendido a escala nacional y europea.
Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»
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