Gilda y Barioná
A los pocos días del estreno del Rigoletto de Miguel del Arco ya se habían escrito multitud de crónicas, desde las más indignadas hasta las más forofas que alababan la denuncia contra el patriarcado. Lo cierto es que, para los aficionados ocasionales, este Rigoletto fue difícil de digerir; no tanto por la escenografía conceptual y minimalista, ni por los inesperados y abundantes desnudos; sino por la desconexión entre argumento, música y representación. Hace décadas que se asumió que las óperas clásicas no venden tanto sin escenografías creativas y atemporales, por eso no resultó molesto el mundo de telas creado en el escenario del Real para sustituir el palacio del duque de Mantua, ni la verde cueva en la que vive encerrada Gilda en lugar de una habitación tardo medieval; aunque más duro se hiciera el arrabal infrahumano poblado de prostitutas en el que se transformó la casa de Sparafucile. La desconexión se fue poco a poco construyendo con la permanente e innecesaria coreografía sexual que pretendía erigirse en el ritmo base de la obra de Verdi, llegando a su cenit con unos excéntricos, comunales e inesperados movimientos durante “La donna é mobile” que parecían deliberadamente escogidos en el momento que pudiera reventar la ópera al público.
Tiene razón del Arco al decir que hemos canturreado tanto esta aria que la hemos desprovisto de su significado original: un cínico duque de Mantua que coquetea y enamora a innumerables mujeres a las que engaña, haciendo sufrir especialmente a la hija de Rigoletto: Gilda. La idea no es mala, pero sí hacerla pagar con los jirones a los que quedó reducida la representación; sólo salvada por la voz de Adela Zaharia (Gilda) y el cuarteto barítono-soprano-tenor-contralto (Rigoletto-Gilda-Duque de Mantua-Maddalena) “Bella figlia dell´amore” del último acto donde los protagonistas concentran toda la dramaticidad del libreto. El pobre Rigoletto, bufón de corte que esconde a su hija por miedo a que la alta sociedad juegue con ella tanto como con él, es ulteriormente ultrajado por esta versión que lo presenta como cómplice de una manada.
Poco tienen que ver Rigoletto y Barioná, salvo que se representaron en la misma ciudad en días consecutivos del mes de diciembre. La segunda, llevada al escenario por profesores y estudiantes de bachillerato del Colegio Internacional J.H. Newman, se trata de una obra escrita por Jean Paul Sartre para la Navidad de 1940 cuando estaba en un campo de prisioneros nazi. Barioná es el jefe de un pueblo palestino que vive asfixiado bajo los tributos romanos. Ante el nacimiento de Jesús, Sartre desata un intenso diálogo entre los hombres y mujeres sencillos que se llenan de esperanza por la posible llegada del Mesías y los deseos de rebelión contra los opresores de su cabecilla.
Aún más intensa es la batalla personal que libra el mismo Barioná en la que – mediante un excepcional retrato del hombre moderno y quizá también del propio autor – se enfrentan el sufrimiento y sinsentido a los que parece condenada la vida propia de nuestros tiempos contra un hecho que reclama poder redimirlos. Barioná – articulado, complejo y brillante – discute con la inteligencia de un pueblo humilde y clarividente hasta rendirse ante un niño que pretende responder a sus profundas y sinceras preocupaciones.
Sartre publicó inicialmente sólo quinientos ejemplares de este volumen y, tras la insistencia de estudiantes internacionales de diferentes países, permitió una nueva edición en 1962 que incluyera esta salvaguarda: “Que haya elegido el tema de la mitología del Cristianismo no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado, ni siquiera un momento, durante el cautiverio. Se trató simplemente, de común acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera materializar, esa noche de Navidad, la unión más amplia posible de cristianos y no creyentes.” ¡Qué historia sería aquella que dramatizó el ateo Sartre que le sigue uniendo, ochenta y tres años después, a tantos espectadores que no paran de hablar del Hijo del Trueno!
Con una escenografía sencilla, simpática y figurativa; unos actores amateurs que se dedicarán a todo menos al teatro en sus vidas profesionales; unos directores que han estrujado las inexistentes horas libres que dejan las clases, claustros y correcciones; y una profunda conexión en las tablas entre los chicos y la historia que querían contar; el plan de Navidad que nos hiciera descubrir algo nuevo de nosotros mismos vino de una representación de cinco euros en el salón de actos de un colegio del madrileño barrio de Las Rosas en lugar de los costosos asientos de la última y lejana grada del Teatro Real. ¡Bravo!
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