Funny Games, de Michael Haneke

Cultura · Josep Maria Sucarrats
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7 julio 2008
Este fin de semana se ha estrenado el remake de Funny Games, de Michael Haneke. El director austriaco nos brinda, justo después de 10 años, una copia exacta de su famosísima y controvertida película. Los planos, el guión y los personajes son calcados; incluso los metros cuadrados del decorado de la casa son los mismos que en el original. Sin embargo, el atractivo de la película sigue siendo hipnótico y consigue nuevamente molestar o inquietar al espectador en su visionado. Es decir, el remake mantiene originalidad y novedad, y por eso es altamente recomendable.

A la hora de comentar un remake, uno es tentado de inmediato a copiar literalmente lo comentado en su momento de la cinta original, y pasar rápidamente a decir cuatro nimiedades sobre los posibles cambios introducidos. Esto mismo podría hacerse a la hora de comentar el remake que Michael Haneke presenta este año de su propia Funny Games. Pero hacer esto sería injusto, y ayudaría poco. Porque el remake vale la pena para todos aquellos que no vieron el original, y es absolutamente recomendable para aquellos que lo vieron.

El director consigue ser nuevamente original a partir de dos elementos. En primer lugar, a través de unas interpretaciones excelentes. Naomi Watts está sin duda prodigiosa, y su interpretación hiperrealista consigue aturdir al espectador; también excelente es la interpretación de Tim Roth, con unas miradas y desplomes que hielan y acongojan; y no menos bien está la mirada luciferina de Pitt y la sonrisa mefistofélica de Corbet. Por tanto, y en este sentido, los actores merecen un diez. No es fácil hacer una versión sin quedar a la sombra del original.

En segundo lugar, la originalidad de la cinta de Haneke viene del trato que el director da a su cine. Evidentemente, no faltan los ya conocidos rebobinados, las interrupciones y alteraciones en la narración, las preguntas a cámara, el juego con los elementos sonoros, los fuera de campo, etc. Pero esta manipulación de la narratividad cinematográfica sigue dando novedad a las películas del director. Si hace diez años sorprendía y molestaba, no lo hace menos ahora, con una versión realizada para Estados Unidos. Haneke pretende provocar al público de Norteamérica, y re-provocar al europeo, diciendo que la versión que realizó hace diez años sigue siendo lo suficientemente actual como para no cambiar ni una coma.

Seguimos teniendo esa introducción aérea kubrickiana (El resplandor), con ese viaje de una familia burguesa hacia un destino infernal. La combinación musical entre ópera y rock duro consigue una agresión y una violencia que anticipan la contradicción entre el juego plácido, sano y burgués del matrimonio, que se divierte adivinando compositores operísticos, y el juego violento, atroz y también burgués de los niños de papá (con nuevo homenaje a Kubrick y a su Naranja mecánica). Como es sabido, el matrimonio y su hijo se verán aturdidos por la violencia inhumana de unos extraños invitados y sus violentos juegos.

Haneke une contradicciones afirmando una unidad o una cierta continuidad en lo que vemos, pero advirtiéndonos que lo que vemos lo vemos sin que suceda en realidad. El director austriaco nos invita a través de la violencia a preguntarnos por la violencia y por su origen, diciéndonos que el mal seguirá sucediendo, y lo hará del mismo modo; incluso de un modo cada vez más gracioso y divertido, pero sin redención posible. Pero Haneke no se conforma con esta lectura nihilista del argumento, ni con la queja del espectador por tamaño argumento. El director corta la narración para que el espectador se dé cuenta continuamente de que es espectador, teniendo que interpretar lo que sucede, sin pasividad alguna. Haneke no permite que el espectador vea sin juzgar, sin interpretar los hechos, ni compararlos con la realidad. El realizador austriaco se atreve, pues, a colar en una América colapsada de cine hollywoodense (al que compara con el cine de propaganda del III Reich) una cinta que critica la violencia de nuestra sociedad posmoderna y nihilista. Y lo hace diciendo que los hábitos cinematográficos nos dan junto al hecho una interpretación, disolviendo al espectador a través de la técnica. El mismo Haneke afirma que "ya no percibimos la realidad, sino la representación televisiva de la realidad. Nuestro horizonte experimental es muy limitado. Lo que sabemos es poco más que el mundo mediado, la imagen. No tenemos realidad, sino un derivado de la realidad extremadamente peligroso, desde un punto de vista político, pero también en un sentido más amplio en nuestra habilidad para tener un sentido palpable de la verdad en la existencia diaria". Y esto sigue siendo nuevo, en la medida en que sigue siendo contemporáneo.

El remake de Haneke es, pues, una propuesta a tener en cuenta. Su deconstrucción de la narratividad cinematográfica es una invitación amable a la toma de conciencia de lo real, más allá de la representación mediática y del razonamiento conducido. El espectador se agitará porque argumento y técnica son para este director una participación a no olvidarse de sí mismo a través de ilusionismos, sino a tomar más y más conciencia de sí en una sociedad llena de ambivalencias escondidas en los recovecos del bienestar.

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