Arqueología de nuestro presente /2

Exodus de Ridley Scott

Cultura · Juan Orellana
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3 diciembre 2014
En un lapso de pocos meses se han estrenado dos superproducciones bíblicas de manos de los nuevos Cecil B. de Mille, a saber: Darren Aronofsky, con Noé, y Ridley Scott con Exodus, Dioses y reyes. Pero los tiempos ya no son los del peplum clásico en los que un joven Charlton Heston encarnaba a Moisés para un público familiarizado con los relatos de la tradición judeocristiana. Hoy no sólo ha desaparecido esa familiaridad, que ha dejado espacio a una ignorancia casi absoluta de la propia tradición, sino que los artistas que plasman esas historias han dejado de comprenderlas. La tradición se ha interrumpido. Ya está en otro idioma.

En un lapso de pocos meses se han estrenado dos superproducciones bíblicas de manos de los nuevos Cecil B. de Mille, a saber: Darren Aronofsky, con Noé, y Ridley Scott con Exodus, Dioses y reyes. Pero los tiempos ya no son los del peplum clásico en los que un joven Charlton Heston encarnaba a Moisés para un público familiarizado con los relatos de la tradición judeocristiana. Hoy no sólo ha desaparecido esa familiaridad, que ha dejado espacio a una ignorancia casi absoluta de la propia tradición, sino que los artistas que plasman esas historias han dejado de comprenderlas. La tradición se ha interrumpido. Ya está en otro idioma. Ha quedado en un indescifrable pasado. ¿Y en qué consiste esa decisiva mutación? En un cambio antropológico por el que al hombre se le ha castrado la religiosidad. Las primeras células cancerígenas aparecieron antes de la Ilustración, con el racionalismo y el posterior empirismo. La muerte clínica ha llegado ahora, con el cambio de milenio. La sangre de la tradición occidental ha dejado de regar la cultura, la política, la ciencia,… ¡incluso la religión!, convertida en un espiritualismo esotérico de marca new age.

Exodus, Dioses y reyes es la historia bíblica de Moisés que hemos visto tantas veces en el cine, desde Los Diez Mandamientos a El príncipe de Egipto, probablemente la mejor versión. Moisés pasa de ser el predilecto del Faraón, en perjuicio de su hijo Ramsés, a liderar la liberación del pueblo de Israel, esclavizado por Egipto. Sin olvidarnos de las plagas, el paso del Mar Rojo, y el solemne final con las tablas de la Ley. Pero al margen de la fidelidad mayor o menor al texto, en la película es evidente la citada mutación.

Y es que es muy evidente la incapacidad que tiene el “intelectual” contemporáneo de entender realmente la experiencia religiosa universal. La desligan con tanta fuerza de la razón humana, también pobremente concebida, que acaba siendo un aborto entre sentimental y estrafalario, imposible de digerir. De esta manera, la religiosidad se atribuye en exclusiva a unos personajes de perfil siempre excéntrico, que ven lo que nadie ve, y que actúan sin visos de racionalidad. En realidad es más fácil entenderlos como unos fanáticos que tratan de ser coherentes con sus “visiones” iluminadas que como modelos ideales de humanidad, ¡y de racionalidad!

Por esta razón, el Moisés (Christian Bale) que presenta Ridley Scott, un cineasta agnóstico que declara abiertamente no tener ningún interés por la historia de las religiones, está atravesado de esta mentalidad. El guionista, Steven Zaillian, que se define como ateo, fue elegido por Scott precisamente por esa condición, para buscar “soluciones inteligentes” en el guión. El resultado es una historia en la que Dios tiene un papel muy difuso –casi como en el Noé de Aronofski–, y Moisés se convierte en un líder a medio camino entre fanático terrorista y militar visionario.

Al comienzo de la película Moisés es un posmoderno, que no cree en Dios, sino en sí mismo. No hay en él rastro de religiosidad natural. Después del episodio de la zarza ardiente, se convierte sin más en un creyente. No hay matices, ni desarrollo, no hay proceso de conversión. Además no se transforma en un creyente como el que retrata el Éxodo, timorato y sin facilidad de palabra, sino que es más bien un militar duro, mucho más cercano a los héroes del cine fantástico. “¡Seguidme y seréis libres!”, llega a exclamar como si se tratara de un líder revolucionario en vez de un  hombre obediente y lleno de temor de Dios. Por otra parte, Ridley Scott ha preferido sustituir la voz bíblica de Dios por un inquietante niño que se le aparece a Moisés de vez en cuando, y del que el cineasta ha dicho, sin doblez, que puede ser un mensajero de Dios o directamente la conciencia de Moisés. De hecho, nadie ve al niño más que él, y otros elementos claros en la Biblia de la presencia de Dios, como la columna de nube, aquí son directamente eliminados. Incluso el símbolo del cayado y la serpiente, de connotaciones tan religiosas, es sustituido en el film por una espada que le regaló el Faraón a Moisés.

También es significativo el cambio que tiene que ver con la relación Dios-Moisés-Faraón. Dios, en el relato bíblico, manda varias veces a Moisés a ver al Faraón, con el Mensaje: “Yaveh me envía para decirte…”. Una vez por plaga. Aquí las plagas se suceden de forma muy naturalista, no como consecuencia directa de una intervención divina en respuesta a un signo de Moisés. Si en la Biblia Moisés tocaba el agua con su cayado y la convertía en sangre, aquí son unos cocodrilos los que llenan de sangre las aguas después de comerse a un montón gente. Moisés no interviene para nada. Y podríamos poner más ejemplos que van en la misma dirección: conseguir que gran parte del relato –no todo– se pueda entender en una clave no necesariamente religiosa. De esta forma, la historicidad de la relación dramática entre Dios y el pueblo de Israel pasa aquí a un segundo plano casi inexistente, y la misión de Moisés queda muy empobrecida. También su relación con el pueblo elegido es muy escueta, muy artificial, y personajes decisivos como Aarón, son prácticamente prescindibles.

En definitiva, y al igual que Noé, como película de entretenimiento no está nada mal, aunque creo que el casting es muy discutible, y que hay momentos en que decae la fuerza dramática –todo el romance con Séfora–. También hay elipsis demasiado bruscas que perjudican el arco evolutivo de los personajes. Pero el conjunto no está mal. Ahora, como versión cinematográfica de un relato bíblico, es enormemente decepcionante. Si en realidad no se comprende a fondo al personaje central es imposible que la cosa funcione. Y Moisés no era Espartaco, era un hombre de Dios. Si Occidente ya no entiende la verdadera religiosidad, el nuevo cine bíblico de Hollywood se va quedar en un espejo donde se refleja nuestra nada rodeada de maravillosos efectos especiales.

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