Esta inesperada ola de dolor

Sociedad · Ferrán Riera
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4 noviembre 2021
No pretendo que mis palabras encuentren eco de comprensión, ni tampoco de aceptación o de camaradería. Hoy escribo porque es la forma que tengo de soltar lastre en este viaje que, en este último tiempo, se antoja más accidentado, más probado en las razones que nos empujan a seguir y más falto de los recursos que, en el camino, fueron habituales durante las dos últimas décadas.

¿Qué nos está pasando?

En una conversación privada con Gregorio Luri, el sabio pedagogo navarro nos decía que, para él, uno de los signos de los tiempos era el cansancio que la humanidad mostraba de sí misma. Me iluminó esta síntesis de lo que yo vivo por doquier y que nunca conseguía describir con sencillez.

Hace escasamente poco más de un mes, saltaba la noticia de que en España había aumentado un 200% el índice de suicidios entre las chicas de 12 a 18 años y en un excelente artículo Joana Bonet decía sobre ellas: “En su burbuja parecen estar curadas del romanticismo, como si el mundo de antes hubiese colapsado, descreídas de todo, desde la utilidad de los estudios hasta de un sistema que ahoga el planeta. ¿Qué confianza van a tener en sus adultos? Pero la peor de sus rebeldías consiste en la violencia que ejercen sobre ellas mismas, silenciosamente, sobre sus cuerpos y sus vidas” (Joana Bonet, La Vanguardia 06/09/2021)

Según Unicef, España es el país europeo con más niños y adolescentes con problemas de salud mental, con casi un 30% de chavales de entre 10 y 19 años que sufren alguna patología de este tipo. Lo sabemos bien los maestros que hemos visto cómo se disparaban, después del confinamiento, los casos de trastornos alimentarios y autolesiones.

También al salir del confinamiento hemos visto aumentar cerca del 20% los divorcios y separaciones. ¿Quién no tienen un amigo o conocido en esta situación que ha alcanzado tintes de normalidad en nuestra sociedad y ha relegado a condición de extraño y obsoleto el vínculo matrimonial, hecho de la pertenencia leal de uno a otro a través de perdón, abnegación y donación a partes iguales?

En los colegios, al menos en aquellos que no han renunciado aún a educar, la tarea se ha complicado de tal manera que amenaza vocaciones consagradas a la enseñanza. Los alumnos andan más que nunca centrados en su propio ombligo, afectados por una dificultad de dimensiones pandémicas, para dejar entrar en su mente y en sus corazones nada que llegue del exterior de un yo gigantesco que se ha construido, sobre pies de barro, a base de pantallas, whatsapps, Instagram stories y un sinfín de justificaciones, consideraciones de tipo psicoafectivo y autocomplacencias compradas por unos padres colapsados porque desesperan si no ven felices y contentos a sus hijos. Poco espacio parece quedar para aquellos maestros que intentan abrir brecha en la cerrazón de sus alumnos, provocando en ellos el necesario dolor que pueda despertarlos.

Al lienzo en el que he intentado esbozar parte del drama de nuestro tiempo le faltan aún algunas pinceladas. Cabría dibujar con ellas el incremento del consumo de psicofármacos o el preocupante aumento en las adicciones a la pornografía a edades más tempranas o de la violencia filio parental por poner algunos ejemplos más. Me detengo unas líneas en el macrobotellón de la Complutense de Madrid del pasado 19 de setiembre en el que participaron más de 25.000 jóvenes. Y aunque es cierto que fiestas y desfases ya los describía San Agustín en el siglo IV, lo más preocupante es el número de asistentes y el descaro con el que se vive esta manifestación.

El botellón no es en sí la expresión del grito de una generación. Se trata más bien del síntoma de un grito no escuchado, no acogido. El mal actúa y se aprovecha de ese grito silenciado, extendiéndose, por ejemplo, en forma abusos sexuales de chicas que después literalmente son tiradas por ahí (yo conozco a algunas cuya herida les ha dejado secuelas difícilmente reversibles) o en forma de padres buenos que pierden la esperanza al ver a sus hijos poniéndose hasta las cejas o, lo que es peor, se decepcionan de ellos al no tener al lado quien les recuerde que, pese a todo, hay motivos reales para estar contentos por la vida de sus hijos.

Y todo ello sucede en el escenario de la progresiva pérdida de libertad. A ello contribuyen los Zuckerberk y Bezos de turno, dando al poder herramientas para controlar las masas, hacerlas sumisas y crear en ellas la certeza de seguridad a cambio de soberanía sobre la propia persona y su libre albedrío. Y es que, si hace falta, dejaremos que el control de las personas, de sus movimientos, de su sospechosa libertad y responsabilidad sea el precio a pagar por la seguridad en un mundo que no puede fallar y que tiene la obligación de cumplir las expectativas sobre nuestra vida y la de nuestros hijos.

Nuestros hijos y jóvenes diezmados, nuestros amigos separados, la escuela puesta a prueba y la esclavitud del hombre inconsciente e incrédulo de su propia condición, son tan sólo los síntomas. A mi modo de ver la enfermedad y sus causas se encuentran descritas en el concepto de la “sociedad líquida” acuñado por Bauman, en la ausencia de la paternidad y la debilitación de la autoridad denunciada por Recalcati o en la falta de narratividad que señala de modo inquietante Byung Chul Han: “La adición y la acumulación desbancan a las narraciones. Los largos espacios de tiempo que ocupa la continuidad narrativa distinguen a la historia y la memoria. Solo las narraciones crean significado y contexto. El orden digital, es decir, numérico, carece de historia y de memoria, y, en consecuencia, fragmenta la vida” (No cosas: quiebras del mundo de hoy, Byung Chul Han)

Nuestra época, como dice Fabrice Hadjadj, es post-ideológica porque ya no se discuten ideas. Es la época tecnológica. El uso de la materia (o el no uso de ella) o el uso de las no-cosas (volvemos a Han) está modificando nuestra forma de relacionarnos con toda la realidad.

El hombre, hastiado de ser hombre, no puede ni quiere tener relato histórico y la ausencia de relato sobre la propia vida incapacita para un significado positivo de la propia existencia. Este es el aparente callejón sin salida en una sociedad que ha perdido el sentido de la dependencia.

Y si bien es cierto que el Covid generó una etérea nube de este sentido de dependencia, como forma de constatación de la famosa vulnerabilidad, el resultado mayoritario ha sido la experiencia de una desorientación propia del huérfano que despierta a la conciencia de serlo y, en su rencor, alimenta el paso de la consideración del don gratuito de la vida en todas sus facetas (política, sexual/afectiva, familiar, social…) a la exigencia del derecho individual en esas mismas facetas.

Y es en el estrellarse de esta exigencia con la realidad, es en la incapacidad de liberarse a sí mismo del peso de la orfandad, que al hombre tan sólo le queda huir de sí mismo todavía más allá. El transgénero queda atrás y llega el tiempo del transhumano, dando de nuevo la razón a nuestro querido amigo Luri.

¿Qué nos queda por hacer?

¿Qué palabra decir cuando a ésta le queda poco valor entre los hombres? ¿Qué testimonio dar si el testimonio, además de haber perdido empuje y credibilidad, tampoco puede penetrar el hombre-narciso absorto en su propio dolor, para el que el perdón es una experiencia extraterrestre? ¿Qué hacer ahora que la razón está en horas bajas y aquello que es justo y bueno para el común de los mortales ni se reconoce ni se venera? Por eso todas las conversaciones finalizan con el yo erigido en forma de un “eso es como yo lo veo” impermeable al diálogo.

Acaso pueda parecer que nos hallamos en el callejón sin salida de la tristeza y de la impotencia. He de reconocer que no me ha sido fácil escribir este fragmento del artículo. Desde que lo empecé ha pasado más de una semana y durante esos días he ido buscando y rebuscando en conversaciones presentes y pretéritas con mis amigos, en libros y textos que tenía en la memoria, una idea a la que agarrarme que me resultara simpática, que no fuera un simple ejercicio de la voluntad por encima de la realidad, una especie de afirmación ideológica sobre el triunfo del bien sobre el mal, un pensamiento desiderativo sobre cómo se reconducirán las cosas hacia un bien último y duradero… todo intentos minúsculos e incapaces de generar ni una pizca de esperanza cierta.

En la pasada edición del EncuentroMadrid, en un soberbio dialogo entre Javier Prades y Josep Maria Esquirol, este último proclamaba que “el misterio del nacimiento es más fuerte que el misterio de la muerte y esta pequeña desproporción alimenta la esperanza porque el mal es muy radical pero la bondad lo es un poco más”. Una afirmación como esta tan sólo se puede verificar en la propia experiencia y aquí cada uno de nosotros está llamado a preguntarse sobre los “nacimientos” que ha visto y si es cierto que aportan una luz que llena la oscuridad de la muerte “y un poquito más”.

Esta es la historia del cristianismo. La esencial. No me refiero a cómo el cristianismo se ha desarrollado y expresado en la historia. Me refiero ahora a la historia original que se halla inscrita en los hechos y en las presencias que nos la han testimoniado. La experiencia de la resurrección ilumina la oscuridad del sepulcro y “el poco más” es esa retahíla de testigos hechos de carne mortal, débil e inconsistente de los que también hablaba Javier Prades. Hombres y mujeres en los que “la vida, siendo más humana y luminosa, conmueve más hondamente que la parálisis que el mal produce”.

En el mismo EncuentroMadrid, de nuevo Hadjadj insistía en que “puede que uno quiera pararse porque está desanimado por haber mirado demasiado hacia atrás o desesperado por mirar demasiado hacia delante, pero nosotros tenemos el cielo y hacemos cosas».

Los cristianos podemos afrontar el desafío de este presente doloroso y ponernos manos a la obra porque, desde la noche del Getsemaní, nos movemos bien en el terreno de la aparente derrota y es a través de ella que nos llega el acceso al cielo que todos, inevitablemente, de un modo u otro, queremos llegar a tocar.

Todo hombre se puede confundir y disimular, distraer y tapar este deseo de tocar el cielo, es decir, de ser salvado de su indigencia, de poseer lo que se le escurre entre los dedos (que en realidad es todo) pero ningún poder le puede extirpar el deseo del cielo mismo. Qué significativa, real e iluminadora es la experiencia de la pervivencia del deseo incluso en el pozo del escepticismo que a veces nos invade.

La imagen del Ecce Homo herido y llagado es la imagen del hombre por excelencia, hecho ser vulnerable que llega a la certeza del deseo noble, bueno y bello a través de sus heridas. Es entonces cuando el deseo se convierte en motor de movimiento y de esperanza cuando encuentra una compañía humana y carnal que le hace saber que más que la pregunta sobre por qué Dios permite el desastre en la vida, lo que nos interesa es ganar en la conciencia de que ese mismo Dios no nos ha dejado solos en el desastre y, lo que es de otro mundo, hace posible que, al reconocerlo compañero de camino, el hombre experimente un incremento de su yo, de su persona, de su identidad.

Pequeña coda para poder estar

Acaso todo lo descrito en el apartado anterior pueda parecer poco, de poca consistencia y falto de incidencia real en un mundo que se nos está desmoronando (cayeron las evidencias y ahora caen las instituciones y las estructuras que crecieron bajo la tutela de aquellas evidencias). He de reconocer que, en mi impaciencia, a menudo me reconcome la incapacidad o la imposibilidad de hacer “algo más”, algo que sea una propuesta digna con la que combatir la pérdida de una cultura preciosa y valiosa. En cambio, cada vez me veo más empujado a acoger esa pérdida para poder volver a empezar. Y volver a empezar quiere decir ir al origen: la noche en que la piedra, contra todo pronóstico, fue retirada del sepulcro y en que la pérdida que siempre es la muerte se tornó en victoria de la vida.

Cabe preguntarse entones: ¿en qué momento “empieza” la dinámica que nos permite llegar a la certeza de una vida que es más poderosa que la muerte, de un bien que, sin quitar el dolor, excede el mal que lo provoca? Y, en segunda instancia, ¿de dónde sacaremos la energía necesaria para vivir esta experiencia y ponerla en un mundo en el que, de lo justo, lo bueno, lo razonable y lo bello tan solo lo bello tiene el poder de mover al hombre?

Afectados como estamos del mismo mal que hemos descrito al formar parte del mundo que vivimos, el detonante de la certeza y nuestra fuente de energía difícilmente será la potencia de la verdad que ciertamente estamos llamados a conocer en el uso de la razón.

La respuesta a estas preguntas se halla hoy en dos dinámicas o procesos sin los cuales ese corazón irreductible queda huérfano y corre el riesgo de fibrilar, procesos que tienen la capacidad de generar un pueblo y cambiar una cultura y, a su vez, dotan de la paciencia para poder esperar el tiempo necesario y vivir la espera como un don y no como un peaje a pagar.

En primer lugar, hay que decir que las heridas del hombre –nuestras heridas– tan sólo se pueden mirar, acoger y usar como fuerza de empuje cuando sucede un encuentro real. De esos en los que uno nace de nuevo porque te descubres objeto de una inmerecida gracia que te cambia, en la que reconoces la necesidad del perdón y el deseo de descubrir el misterio que ha hecho que la vida sea más interesante, más “viva” desde ese momento porque, citando de nuevo a Prades en el EncuentroMadrid, “no hay un encuentro digno de ese nombre que no cambie a los interlocutores y se despierte el deseo del reencuentro”. Necesitamos estar disponibles al encuentro, desearlo y crear espacios para ello.

Para responder a la segunda pregunta recojo prestada la imagen que me brindó un amigo. El sacrificio que implica la vida justa, buena y bella y el tiempo necesario para que se haga extensiva a los demás se hace apetecible y soportable tan solo cuando el rostro amado, después de haber escuchado toda la retahíla de problemas, dificultades y dudas, te hace levantar la mirada y te dice adentrándose en tu dolor: “Mírame. Estoy aquí. No me he ido”. Es en ese saberse amado que aparece el factor decisivo que redimensiona preguntas, convierte la espera en un don, da sentido al hacer y nutre el mañana de esperanza.

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