En qué nos hemos equivocado cuando nuestros hijos están al servicio de los terroristas

Mundo · Souad Sbai
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18 noviembre 2014
Que hayan salido de Europa decenas de miles de personas, conversas o no, para ir a combatir con el Isis no es una novedad que hayamos descubierto con la identificación de un francés y un galés en el último video de decapitaciones en el Estado islámico.

Que hayan salido de Europa decenas de miles de personas, conversas o no, para ir a combatir con el Isis no es una novedad que hayamos descubierto con la identificación de un francés y un galés en el último video de decapitaciones en el Estado islámico.

Hasta hace unas semanas, la comunicación e información mundiales tendían a minimizar cifras que ya a principios de año eran sorprendentes, se intentó interpretar esta hemorragia como una banal costumbre de imitar, por lo que solo unos pocos centenares de europeos habrían ido a matar y dejarse matar en esos teatros de la guerra. Como siempre cuando se trata de denunciar actos y hechos que tienen que ver con el extremismo en Europa, los que denunciaban salidas masivas eran objeto de burla a pesar de que el tiempo les haya dado la razón. Estos dos jóvenes no son ni serán los primeros ni los últimos que aparecen en estos videos, ya vimos al yihadista inglés “John” en la decapitación de James Foley.

El juego es evidente, aunque todavía hay muchos que fingen no querer entender: el yihadismo quiere que en Occidente veamos los rostros de los hijos de nuestra sociedad al servicio de su ideal, rostros de jóvenes europeos que reniegan de cualquier concepto de libertad y vida para abrazar un ideal de muerte.

Hay que estar atentos, porque la presencia de europeos entre las filas de verdugos del Isis supera completamente el hecho de la decapitación misma. En ese video, el concepto que emerge es que estamos ante una guerra fratricida, europeos que matan a otros europeos por la causa de la yihad, lo mismo por lo que musulmanes matan a otros musulmanes. Los rostros de esos jóvenes, de esos conversos, de esos hijos de Europa, es el símbolo de lo que ellos consideran una victoria para sí mismos y una derrota para nosotros. Y no se equivocan del todo, porque a pesar de que su propaganda es extraordinariamente eficaz, sobre todo cuando está regada por torrentes de dinero, es el propio Occidente quien no consigue contener la marea. Su radicalismo termina desembocando en una ferocidad inhumana a la que es muy difícil, con las manos atadas, oponerse. Europa no tiene más armas para defenderse de este saqueo humano y social que las económicas y financieras.

Han llenado el vacío de valores europeo y occidental, han comprendido qué podían insertar en nuestra sociedad y dónde; es verdad, el poder del dinero juega un gran papel en esta partida, pero el fenómeno de la “conversión yihadista militante” no es nada nuevo, e introduce una marcha distinta y más rápida que al inicio de la guerra en Siria. Almas en busca de algo encuentran ese algo en la peor de las devastaciones ideológicas, la deformación del dictado original del islam En el salafismo radical y terrorista, financiado por oscuros emires suyo único objetivo es saquear Occidente.

Estudiantes, trabajadores, ciudadanos de a pie, hombres, mujeres, chicos y chicas muy jóvenes parten después de caer en las redes del proselitismo galopante del extremismo europeo. Y cuando quieran volver atrás ya serán rehenes de la locura que les empujó a partir.

El cuento de la pobreza, de la crisis de identidad, del malestar que por sí solo proporciona mano de obra al yihadismo, de la inadaptación y la incapacidad para integrarse finalmente ha encontrado su tiempo y su lugar para este fenómeno: estudiado, elaborado, llevado a término con una frialdad y eficacia quirúrgicas. El mecanismo se puso en marcha en los años 90, no solo en Europa sino también en ciertos países árabes: desde las mequitas guiadas por sedicientes imanes, pasaron por foros yihadistas en internet y algunos grupos en las redes sociales, las trampas se colocaron hace tiempo y cuando una se cierra se abren otras cien. Gracias a la inadecuación y a la incapacidad política y humana de las elites gobernantes.

La pregunta que el mundo debería hacerse, al menos esa parte que no ha conspirado para favorecer el emerger del yihadismo, es dónde y cuándo se ha equivocado, pero también y sobre todo cómo sobrevivir al mal que crece y se refuerza. ¿Quién está dispuesto a meter las manos en su propia conciencia y reconocer que su silencio también ha contribuido a dar paso a una ideología homicida y criminal de escala global? ¿Está dispuesta una parte del mundo a renunciar al salafismo, y la otra al multiculturalismo que ha permitido su entrada y su avance indiscriminado en Occidente?

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