Emperador vitalicio
Beijing colapsado por la celebración de la Asamblea del Pueblo. El tráfico está cerrado kilómetros antes de la plaza de Tiananmen. Hemos conseguido colarnos con la cámara pequeña en el símbolo de la represión del régimen, pero no podemos hacerlo con la grande. En cada esquina de la ciudad hay voluntarios del partido con uniformes negros y rojos. El que está a la salida de nuestro hutong, callejón antiguo típico de Beijing en el que las casas no suelen tener baño, se pasa el día entero de plantón, apoyado en una barra de metal. El frío le ha cortado la cara.
El Beijing sucio y frío, en el que no termina nunca de salir el sol, ondea en cada esquina con enseñas rojas. En el noticiario de las ocho de la tarde, el único, arrecia la propaganda. Imposible informarse por otra vía. Paradoja de una China en la que todo el mundo está conectado y todo el mundo mira obsesivamente la pantalla de su teléfono móvil. Paradoja de un país en el que sus ciudadanos no pueden enterarse de lo que sucede porque el acceso a internet es limitado. Todo está centralizado por medio de la aplicación We Chat, no se puede utilizar Google. We Chat sirve para trazar la ruta, para pedir un taxi, para mandar un mensaje a los amigos, para pagar. Sin We Chat no se puede hacer nada en China y los datos de We Chat son analizados y monitorizados permanentemente por el Gobierno. Nadie tiene que explicárnoslo. Lo hemos sufrido. Cualquier persona con la que conectamos a través de esta aplicación es amenazada o seguida. El Gran Hermano, el 1984 de Orwell, hecho realidad.
Los sistemas de análisis de Big Data trabajan estos días a pleno rendimiento en Beijing. La Asamblea del Pueblo, el Parlamento de pega del régimen comunista chino, tiene que aprobar una modificación de la Constitución para hacer posibles los mandatos vitalicios del presidente. No es una exageración afirmar que Xi Jinping está decidido a convertirse en el nuevo Mao. El paso que se da estos días profundiza lo aprobado en el XIX Congreso del pasado mes de octubre. Pero hay muchos nervios en el entorno del presidente porque, por primera vez, el respaldo puede no ser del todo unánime. Las corrientes que traen y llevan a los delegados que han llegado a Beijing desde todas las provincias son un misterio casi insondable.
Xi Jinping conseguirá su propósito. Seguirá adelante con su proyecto nacionalista, seguirá expandiendo el imperio que va camino de convertirse en la primera economía mundial con sus inversiones por todo el mundo. También en Europa, salvo que haya una protección de sectores estratégicos. Y el voluntario que hace plantón frente al hutong en el que nos albergamos, con su brazalete rojo y su uniforme negro, seguirá pensando que está contribuyendo a construir un gran país seguro y fuerte. En Beijing, como en toda China, nadie se atreve a robar porque hay una cámara en cada esquina. En Beijing, como en toda China, la especulación inmobiliaria, levanta ciudades, barrios, rascacielos, a una velocidad de vértigo. China crece. Y todos, menos los disidentes, parecen sentirse orgullosos. Los hombres de empresa de todo el mundo se vuelven contentos a sus países de origen, después de haber estado alojados en hoteles de lujo y después de haber conseguido inversores para sus proyectos. ¿A quién le importa que Xi Jinping se convierta en el nuevo Mao? ¿A quién le importa la inhumanidad de una forma de vida que se basa en la sospecha y en el control de las tecnologías? En cada casa se sabe cómo llamar a la comisaría más cercana. Y los chinos llaman a la policía por todo. “Te voy a denunciar” es una de las frases que más hemos oído estos días. Un litigio matrimonial suele acabar ante los uniformados. ¿A quién le importa que quien habla aquí de derechos humanos acabe confinado o entre rejas? El dios dinero compra el silencio. Las banderas ondean en Beijing, banderas de una dictadura atroz que se ha metido en las almas y que compra a Occidente.